Amaren txokoa
Textos dedicados


Copio desordenadamente los textos dedicados a la madre que conozco y que me han gustado, interesado o emocionado.


— La madre (Damaso Alonso)

— Madre, madre (Vicente Aleixandre)

— Dos sonetos a mi madre (Juan José Domenchina)

— Ojos maternales (Ernestina de Champourcin)

— El hijo (Juan Ramón Jiménez)

— Madre (Juan Ramon Jiménez)

— Madre (Fernando Botero Betancur)

— Caricias (Gabriela Mistral)

— Madre (Rafael Morales)



La madre   (Dámaso Alonso)

No me digas
que estás llena de arrugas, que estás llena de sueño,
que se te han caído los dientes,
que ya no puedes con tus pobres remos hinchados, deformados por el veneno del reuma.

No importa, madre, no importa.
Tú eres siempre joven,
eres una niña,
tienes once años.
Oh, sí, tú eres para mí eso: una candorosa niña.

Y verás que es verdad si te sumerges en esas lentas aguas, en esas aguas poderosas,
que te han traído a esta ribera desolada.
Sumérgete, nada a contracorriente, cierra los ojos,
y cuando llegues, espera allí a tu hijo.
Porque yo también voy a sumergirme en mi niñez antigua,
pero las aguas que tengo que remontar hasta casi la fuente,
son mucho más poderosas, son aguas turbias, como teñidas de sangre.
Óyelas, desde tu sueño, cómo rugen,
cómo quieren llevarse al pobre nadador.
¡Pobre del nadador que somorguja y bucea en ese mar salobre de la memoria!

... Ya ves: ya hemos llegado.
¿No es una maravilla que los dos hayamos arribado a esa prodigiosa ribera de nuestra infancia?
Sí, así es como a veces fondean un mismo día en el puerto de Singapoor dos naves,
y la una viene de Nueva Zelanda, la otra de Brest.
Así hemos llegado los dos, ahora, juntos.
Y ésta es la única realidad, la única maravillosa realidad:
que tú eres una niña y que yo soy un niño.

¿Lo ves, madre?
No se te olvide nunca que todo lo demás es mentira, que esto solo es verdad, la única verdad.
Verdad, tu trenza muy apretada, como la de esas niñas acabaditas de peinar ahora,
tu trenza, en la que se marcan tan bien los brillantes lóbulos del trenzado,
tu trenza, en cuyo extremo pende, inverosímil, un pequeño lacito rojo;
verdad, tus medias azules, anilladas de blanco, y las puntillas de los pantalones que te asoman por debajo de la falda;
verdad, tu carita alegre, un poco enrojecida, y la tristeza de tus ojos.
(Ah, ¿por qué está siempre la tristeza en el fondo de la alegría?)
¿Y adónde vas ahora? ¿Vas camino del colegio?

Ah, niña mía, madre,
yo, niño también, un poco mayor, iré a tu lado,
te serviré de guía,
te defenderé galantemente de todas las brutalidades de mis compañeros,
te buscaré flores,
me subiré a las tapias para cogerte las moras más negras, las más llenas de jugo,
te buscaré grillos reales, de esos cuyo cricrí es como un choque de campanitas de plata.
¡Qué felices los dos, a orillas del río, ahora que va a ser el verano!

A nuestro paso van saltando las ranas verdes,
van saltando, van saltando al agua las ranas verdes:
es como un hilo continuo de ranas verdes,
que fuera repulgando la orilla, hilvanando la orilla con el río.
¡Oh qué felices los dos juntos, solos en esta mañana!
Ves: todavía hay rocío de la noche; llevamos los zapatos llenos de deslumbrantes gotitas.

¿O es que prefieres que yo sea tu hermanito menor?
Sí, lo prefieres.
Seré tu hermanito menor, niña mía, hermana mía, madre mía.
¡Es tan fácil!
Nos pararemos un momento en medio del camino,
para que tú me subas los pantalones,
y para que me suenes las narices, que me hace mucha falta
(porque estoy llorando; sí, porque ahora estoy llorando).

No. No debo llorar, porque estamos en un bosque.
Tú ya conoces las delicias del bosque (las conoces por los cuentos,
porque tú nunca has debido estar en un bosque,
o por lo menos no has estado nunca en esta deliciosa soledad, con tu hermanito).
Mira, esa llama rubia que velocísimamente repiquetea las ramas de los pinos,
esa llama que como un rayo se deja caer al suelo, y que ahora de un bote salta a mi hombro,
no es fuego, no es llama, es una ardilla.
¡No toques, no toques ese joyel, no toques esos diamantes!
¡Qué luces de fuego dan, del verde más puro, del tristísimo y virginal amarillo, del blanco creador, del más hiriente blanco!
¡No, no lo toques!: es una tela de araña, cuajada de gotas de rocío.
Y esa sensación que ahora tienes de una ausencia invisible, como una bella tristeza, ese acompasado y ligerísimo rumor de pies lejanos, ese vacío, ese presentimiento súbito del bosque,
es la fuga de los corzos. ¿No has visto nunca corzas en huida?
¡Las maravillas del bosque! Ah, son innumerables; nunca te las podría enseñar todas, tendríamos para toda una vida...

... para toda una vida. He mirado, de pronto, y he visto tu bello rostro lleno de arrugas,
el torpor de tus queridas manos deformadas,
y tus cansados ojos llenos de lágrimas que tiemblan.
Madre mía, no llores: víveme siempre en sueño.
Vive, víveme siempre ausente de tus años, del sucio mundo hostil, de mi egoísmo de hombre, de mis palabras duras.
Duerme ligeramente en ese bosque prodigioso de tu inocencia,
en ese bosque que crearon al par tu inocencia y mi llanto.
Oye, oye allí siempre cómo te silba las tonadas nuevas tu hijo, tu hermanito, para arrullarte el sueño.

No tengas miedo, madre. Mira, un día ese sueño cándido se te hará de repente más profundo y más nítido.
Siempre en el bosque de la primera mañana, siempre en el bosque nuestro.
Pero ahora ya serán las ardillas, lindas, veloces, llamas, llamitas de verdad; y las telas de araña, celestes pedrerías;
y la huida de corzas, la fuga secular de las estrellas a la busca de Dios.
Y yo te seguiré arrullando el sueño oscuro, te seguiré cantando.
Tú oirás la oculta música, la música que rige el universo.
Y allá en tu sueño, madre, tú creerás que es tu hijo quien la envía. Tal vez sea verdad: que un corazón es lo que mueve el mundo.
Madre, no temas. Dulcemente arrullada, dormirás en el bosque el más profundo sueño.
Espérame en tu sueño. Espera allí a tu hijo, madre mía.

(Dámaso Alonso: Hijos de la ira)


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Madre, madre   (Vicente Aleixandre)

   La tristeza u hoyo en la tierra,
dulcemente cavado a fuerza de palabra,
a fuerza de pensar en el mar,
donde a merced de las ondas bogan lanchas ligeras.

   Ligeras como pájaros núbiles,
amorosas como guarismos,
como ese afán postrero de besar a la orilla,
o estampa dolorida de uno sólo, o pie errado.

   La tristeza como un pozo en el agua,
pozo seco que ahonda el respiro de arena,
pozo. –Madre, ¿me escuchas?: eres un dulce espejo
donde una gaviota siente calor o pluma.

   Madre, madre, te llamo;
espejo mío silente,
dulce sonrisa abierta como un vidrio cortado.
Madre, madre, esta herida, esta mano tocada,
madre, en un pozo abierto en el pecho o extravío.

   La tristeza no siempre acaba en una flor,
ni ésta puede crecer hasta alcanzar el aire,
surtir. –Madre, ¿me escuchas? Soy yo que como alambre
tengo mi corazón amoroso aquí fuera

(Vicente Aleixandre: Espadas como labios)


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Dos sonetos a mi madre   (Juan José Domechina)

I

Mira, madre remota, ya la luna
–mi cuna cuando niño– se derrama
sobre mi insomnio, y yo, desde mi cama,
respiro sueños con vaivén de cuna.

Me briznaste de veras, veraz –una
y trina–: a un tiempo luna, nido y rama.
Y la voz que me hiciste, y que te llama
siempre, sólo tu nombre me la acuna.

Sí, con el ritmo que la meces, clama
en su vigilia a solas, sin ninguna
pasión a ras de tierra, por la rama

de luz que era el menguante, por la cuna
de tu regazo... Y dice lo que exclama,
respirándote en mí, mi hombre en la luna.


II

Ese vaiven, que me briznó la vida
en un ir y venir de sueños, era
el casi despertar de mi soñera
y el casi ser de un alma bien mecida.

Bien acunaste mi recién nacida
voluntad de mecerme, dentro y fuera
de todo, sobre todo, con mi entera
ambición en dos mundos repartida.

Soñoliento regazo, voz querida:
hoy voy a despertar de otra manera.
Y –otra vez, madre, por mi ser henchida–,

preñada de mi vida verdadera,
me darás, esta vez, recién nacida,
una vida que nunca se me muera.

(Juan José Domenchina: El extrañado)


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Ojos maternales   (Ernestina de Champourcin)

Ojos maternales, dulces y serenos,
hay en las quietudes de vuestras pupilas
un dejo muy triste, lágrimas tranquilas
que al cuajarse dejan un sonreír bueno.

Ojos redentores, remanso que oculta
una senda estrecha, toda sacrificio,
rompéis la espesura en las vagas rutas
y borráis el sello de los maleficios.

Sois la blanda cuna donde el alma vuela
a entibiar el frío de los desengaños;
es vuestra caricia roce que consuela.

Vencéis de la vida los rudos peldaños.
¡Ojos maternales, luminosa estela
que fecunda amores, en el mismo daño!

(Ernestina de Champourcin: En silencio)


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El hijo   (Juan Ramón Jiménez)

Yo me escondía, y tú venías buscándome, buscándome.

Cansada ya, como no me encontrabas, te enfadabas un poco y me decías: «¡Hijo, sal de una vez, que esto no parece ya un juego!»

Y te ibas. Y yo me asomaba un poco por mi escondite, riendo.

Ahora tú te has escondido, ¡y qué bien! Y yo no te encuentro.

Te busco y te busco, y ya sintiendo la noche, muy triste, te digo: «¡Madre, sal de una vez, que esto no parece ya un juego!»

Voy y vengo solo. Y tú, ¿te asomas, sonriendo, por tu escondite?

(Juan Ramón Jiménez: Historias y cuentos)


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Madre   (Juan Ramón Jiménez)

   Te digo al llegar, madre,
que tú eres como el mar; que aunque las olas
de tus años se cambien y te muden,
siempre es igual tu sitio
al paso de mi alma.

   No es preciso medida
ni cálculo para el conocimiento
es ese cielo de tu alma;
el color, hora eterna,
la luz de tu poniente,
te señalan ¡oh madre! entre las olas,
conocida y eterna en su mudanza.

(Juan Ramón Jiménez: Diario de un poeta reciencasado)


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Madre   (Fernando Botero Betancur)

Madre, desde la lejanía de tu gloria
me llegan con frecuencia bendiciones,
e infantiles fragmentos de oraciones
que suavizan la piel de la memoria.

Tu espíritu es un ave migratoria
que abandona las plácidas regiones,
para cubrir de aladas protecciones
al hijo, que tropieza con su historia.

Así, como hace tiempos, de pequeño
con mis lamentos perturbé tu sueño
y lo sacrificaste todo por mi suerte;

igual que cuando al mundo me trajiste:
¡bésame tiernamente si estoy triste
y arrúllame en la hora de la muerte!

(Fernando Botero Betancur)


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Caricias   (Gabriela Mistral)

Madre, madre, tú me besas,
pero yo te beso más.
Como el agua en los cristales,
caen mis besos en tu faz...
Te he besado tanto, tanto
que de mí cubierta estás
y el enjambre de mis besos
no te deja ni mirar...

Si la abeja se entra al lirio,
no se siente su aletear.
Cuando tú, a tu hijito escondes
no se le oye el respirar...
Yo te miro, yo te miro
sin cansarme de mirar,
y que lindo niño veo
a tus ojos asomar...

El estanque copia todo
lo que tu mirando estás.
Pero tú en los ojos copias
a tu niño y nada más.
Los ojitos que me diste
yo los tengo que gastar
en seguirte por los valles,
por el cielo y por el mar...

(Gabriela Mistral: Ternura)


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Madre   (Rafael Morales)

Yo no sé por qué ocurre
que a veces echo a andar por la tristeza,
irremediablemente suelto
de aquella tibia mano que era toda mi patria,
y ando y ando y ando en el exilio.
–oh niño retornado,cobijo de la angustia,
país del desamparo,
pequeño centinela de la muerte–.
Y ando y ando y ando,
pero nunca te encuentro,
perdido ya en tu ausencia,
exiliado en la sombra,
oh madre, madre, madre,
patria absoluta de tu niño perdido.

(Rafael Morales: Prado de serptientes)


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