Las razones de un reservista
Alexander Iribar
Publicado en Txistulari (2012), nº. 228, pág. 1


Hace veinte años, el txistu y su mundo era tal vez lo más importante en mi vida (con algunas excepciones lógicas, como la familia). Ahora, en cambio, en mi día a día hay otras preocupaciones prioritarias; otros trabajos y otros proyectos copan mi tiempo. Ya no estoy en la vanguardia de la batalla tamborilera, ya no vivo el txistu desde la cotidianeidad. Y precisamente ahora, cuando me he convertido en algo parecido a un reservista, me piden que escriba un artículo de opinión sobre el txistu. ¿Pero tengo yo ahora algo que opinar? ¿Tengo yo algo que decir? Lo único que se me ocurre es tratar de explicar las razones por las que a mí me ha merecido la pena –y me sigue mereciendo– ser txistulari, por si a alguien le sirve de algo. No pretendo agotarlas todas. Supongo, además, que cada uno tendrá las suyas.


1.- Ser txistulari me ha permitido sentir la pertenencia a un grupo. Tal vez podría haber escrito "pueblo", pero esa palabra la carga el diablo. Digamos que con el txistu me he sentido miembro de un colectivo, me he sentido un eslabón en una cadena de siglos.

Uno de las características de nuestra sociedad global es, precisamente, la pérdida de la raíz, o, con palabras más bonitas, el cultivo de una identidad común a todos los miembros del género humano. El problema es que, en la práctica, ese ideal aparentemente intachable acaba traduciéndose en la imposición paulatina de unos hábitos de consumos homogéneos en un mercado unificado.

Tocando el txistu, yo he experimentado la "glocalidad": la pertenencia a una tradición local, la recreación (o sea, la reinvención) de ciertos hábitos de un colectivo humano localizado en un punto concreto del globo; y, precisamente por eso mismo, la comunión con cualquier otro congénere en el planeta, porque todos hacemos, esencialmente, lo mismo en todas partes.


2.- Tocar el txistu me ha permitido experimentar otra forma de vivir la fiesta. (Por fiesta debemos entender aquí desde las actuales desmesuras alcohólico-programáticas de las grandes ciudades hasta una sobremesa pausada, pasando por las innumerables modalidades del ocio comunitario, con mención especial para la danza.) Creo que cada vez más en los últimos años, la gente consume fiesta, pero no tanto vive la fiesta, y aún menos hace fiesta. Para eso es precisa una actitud altruista: actuar pensando en algo más que la diversión propia, actuar para los otros. El sujeto de la fiesta no es –no debe ser– el individuo, sino el grupo, la comunidad. Tocando el txistu, trabajando mientras los demás no tienen ninguna obligación, yo he podido descubrir otra manera de disfrutar de la fiesta, desconocida para la mayoría, y extrañamente gratificante.


3.- Durante los primeros años ochenta, me tocó asumir responsabilidades en la dirección de mi grupo de danzas (llevo unos 40 años ya como txistulari de mi grupo), en un momento especialmente crítico (pérdida del local de ensayo, refundación como asociación, etc.). También he tenido responsabilidades en otros grupos, relacionados siempre con el txistu y su mundo. Con el tiempo, me he dado cuenta de que en esas salsas he aprendido prácticamente todo lo que ahora sé sobre política. (Utilizo el término en un sentido amplio, que incluye todo lo que tiene que ver con la planificación de las actividades, el trabajo en equipo, la motivación grupal y cualquier otra de las palabrejas que se usan para esas cosas.)

Supongo que para esto da igual un grupo de danzas que un taller de costura, un equipo deportivo, o cualquier otra actividad o chaladura grupal. Pero el caso es que yo lo he aprendido gracias al txistu. Y creo que es una oportunidad espléndida para cualquier persona joven: un mundo enorme de posibilidades, todas por hacer, y para las que apenas vas a contar con ayuda; un montón de proyectos que puedes idear y llevar a cabo, pero sólo con un trabajo serio, bien organizado y casi siempre en equipo. Lo que se aprende con eso, como suele decirse, no está en los escritos.


4.- Gracias al txistu, he conocido a algunas personas maravillosas. Y las hay de muchos tipos: las extraordinariamente capaces, las extraordinariamente trabajadoras, las extraordinariamente lúcidas, las extraordinariamente generosas… En ocasiones, todo eso, y más, a la vez. Por supuesto, también he conocido personas así en otros ámbitos. Pero, al menos en mi experiencia personal, el mundo del txistu está superpoblado de personas admirables. (También hay de lo otro, como en todas partes, pero de eso, mejor no hablar.)


5.- Nuestra sociedad moderna está muy compartimentada por edades, de modo que es difícil que un joven y un viejo pasen mucho tiempo juntos, porque parece que no tienen nada que puedan hacer juntos. El mundo del txistu (y otros muchos, supongo, pero éste es el que yo he conocido) permite derribar –o al menos empequeñecer– esas barreras, que en buena medida son artificiales. Yo he tocado mano a mano con gente que podía ser mi padre y hasta mi abuelo, y ahora toco cada vez más con gente que podría ser mi hijo. Y ni antes tuve problemas, ni los tengo ahora. Hoy me doy cuenta de todo lo que aprendí de los mayores con los que tocaba, y ojalá algún joven pueda aprender algo de mí. Éstas son las cosas que hacen que el mundo siga girando en la buena dirección.


6.- Dejo para el final la razón obvia: gracias al txistu he podido disfrutar de la música en todos sus aspectos. Según mi experiencia, cada instrumento que tocas te proporciona una experiencia distinta, esencial en lo básico, pero diferente. Tal vez porque un instrumento es un timbre, un inventario técnico, pero también un repertorio y una tradición y una manera de interactuar con los demás. Reconozco que las satisfacciones musicales que me ha proporcionado nuestra flautita me acompañarán fielmente hasta la tumba.


He recordado seis razones por las que merece la pena ser txistulari. Hay más. Algunas las conozco, otras, probablemente, no, porque no hay una manera única de ser txistulari, y porque cada uno de nosotros construye su propia colección de razones como soporte para la vida.

En realidad, pues, no tengo nada que decir. No tengo ninguna idea interesante que aportar. No tengo ningún trabajo valioso que enseñar. Tan sólo podría repetirme, multiplicar los énfasis, fatigar la memoria. Por eso he escrito esta extraña confesión, que confío que pueda ayudar a alguien a buscar con más lucidez su propio camino, sus propias razones para ser txistulari. Y ojalá uno de estos días coincidamos por ahí, y toquemos juntos.


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