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Cincuentenario de la
muerte de Wittgenstein
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El Destino de un Genio: el
Filósofo: Ludwig Wittgenstein
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Ludwig Wittgenstein,
en Cambridge, en una de sus últimas fotografías. |
"La filosofía es praxis analítica y crítica del
lenguaje, un estilo de vida y de pensar, no una doctrina", con
esas palabras resume Isidoro Reguera el desafío de Ludwig Wittgenstein,
que revolucionó con su obra el mundo del pensamiento y que murió
hace cincuenta años en Cambridge, el 29 de abril de 1951.
Texto: Isidoro Reguera
+ La Claridad Redentora
+
Ludwig Wittgenstein nació en
un palacete vienés el 26 de abril de 1889 y murió en Cambridge
el 29 de abril de 1951 en casa de un médico amigo, el doctor Bevan.
No tenía otro entorno en el que morir sino el hospital público.
Ni siquiera pudo acabar sus días de hermano lego en un convento
dominico de los Midlands, como quería. Él, que había sido uno
de los hombres más ricos de Europa y que se sabía ya en la historia.
Pobre y solo por elección en favor de la más alta tarea del pensar,
exiliado en sí mismo, encerrado en su piel -como decía- con sus
fantasmas de insania y suicidio, desde su cabaña noruega del fiordo
de Sogne cambió la filosofía internacional por dos veces: a sus
veinte y a sus cincuenta años. Después de él ya no se puede pensar
como antes. Conmovió los fundamentos y certezas tradicionales
del pensar por excelencia, la filosofía, y a su destrucción dedicó
consciente y heroicamente la vida. "Si mi nombre pervive sólo
será como el terminus ad quem de la gran filosofía occidental.
Igual, por decirlo así, que el nombre de aquel que incendió la
Biblioteca de Alejandría". Después de Wittgenstein no se puede
hacer filosofía como antes, o no se puede hacer filosofía de ningún
modo, si se la entiende como antes.
Extraer las consecuencias del novum wittgensteiniano
es duro y difícil aún hoy, 50 años después de su muerte. (Como
sucede con Nietzsche, a cien años de la suya. No es extraño en
ambos casos, porque ellos son los verdaderos profetas de nuevos
tiempos). Muchos filósofos dicen estar influidos por Wittgenstein,
pero siguen haciendo teoría filosófica al estilo tradicional;
buscando pragmáticas universalistas y trascendentales, por ejemplo.
Pero desde Wittgenstein nada puede ser universal, no puede haber
principios categoriales o imperativos generales, hay que despedirse
definitivamente de todo fundamento. Toda la racionalidad que puede
haber pertenece al lenguaje, y el lenguaje consiste en mil juegos
y contextos diferentes, con reglas diferentes cada uno. El uso
diario de las palabras genera todo y cualquier sentido en el mundo.
Cualquier significado y sentido de las cosas es relativo siempre
a esta modesta e infranqueable coyuntura. Lo demás son fantasmas.
La duda creadora de problemas filosóficos trascendentales desaparece
en cuanto uno retorna al punto de vista del sentido común, y tales
problemas con ella. Da que sospechar la duda, que aparece nada
más cuando se filosofa. La duda inventora de la modernidad, como
quizá el mismo asombro originario del pensar occidental, es un
hecho característico sólo de la filosofía, cuyo alcance habría
que poner al descubierto antes incluso de poder decir siquiera
que es -que fue- duda, o asombro, con sentido. Si no, de ellos
puede surgir cualquier sombra fantasiosa. Como fue -como es- el
caso.
Pero los análisis de sentido no le llevan a Wittgenstein a nuevas
teorías de sentido, sino a la exclusión de todas ellas, para que
éste aparezca tal cual es, inocente y claro. La filosofía wittgensteiniana
no es más que una técnica terapéutica, por decirlo así, que, porque
se dirige a anomalías del espíritu mucho más generalizadas y escondidas
que las patológicas, resulta más radical, por ejemplo, que el
psicoanálisis de su paisano Freud. ("La tarea de la filosofía
es tranquilizar el espíritu con respecto a preguntas carentes
de significado. Quien no es propenso a tales preguntas no necesita
la filosofía"). La filosofía entendida así libera de los agobios
y esclavitudes que problemas mal planteados suponen para el espíritu.
Problemas que quieren formularse lógicamente y a ese nivel no
significan nada; ni tienen solución ni son problemas, por tanto.
Agobian porque rompen la cabeza sin sentido, cuando lo que han
de esperar, más bien, es un movimiento del ánimo que traiga claridad,
un cambio de modo de pensar que los diluya, un cambio de vida
que rebane su importancia. La filosofía es terapia del espíritu,
claridad de planteamientos con vistas a la paz en el pensar y
a la serena convivencia en soledad con uno mismo y sus duendes.
Quien no sienta agobios espirituales o intelectuales no necesita
de la filosofía, en efecto. Más bien ha sido una comprensión exorbitada
de ella la que los generó en nuestra historia, con sus sombras.
("Psicólogo, cazador de ratas", se llamaba a sí mismo en semejante
tarea Nietzsche).
Una comprensión más "sublime" de la filosofía que ésta supondría
malentender el punto central wittgensteiniano: la filosofía es
praxis analítica y crítica del lenguaje, un estilo de vida y de
pensar, no una doctrina, no un corpus doctrinal. Ni siquiera
tiene lenguaje propio o método concreto. Sólo intenta socráticamente,
mediante preguntas sin fin, en diálogos con un interlocutor tácito
o consigo mismo, aclarar las cosas aclarando su presentación lingüística:
la gramática en que se formulan los pensamientos, evitándonos
así los que no son aprehensibles razonablemente, por más que desazonen
y precisamente por ello. ("Desconfianza de la gramática es la
primera condición para filosofar", proclamaba Wittgenstein en
1916. En 1888 había escrito Nietzsche: "Ah, la razón, esa vieja
hembra embustera. No nos liberaremos de Dios mientras sigamos
creyendo en la gramática").
Y es que antes de saber si es verdadero o falso lo que decimos
hay que saber si siquiera decimos algo cuando hablamos. Y si decimos
algo, qué decimos y desde dónde lo hacemos, desde qué juego lingüístico,
qué contexto, qué forma de vida. Que eso, y sólo eso, es lo que
da valor y significado a nuestro lenguaje, siempre relativos a
ello: qué costumbre, qué interés o qué necesidad nos lleva a plantearnos
algo, a manifestarnos lingüísticamente de tal modo, es decir,
a hacer algo concreto para satisfacer fines, deseos o vacíos concretos.
(Pues "también las palabras son acciones"). Y no algo misterioso,
supuestamente más alto y sublime. Que el lenguaje sólo es significativo
por su remisión a un modo de ver y hacer las cosas aprendido condicionadamente
siguiendo las reglas de un sistema dado: el de las costumbres
acreditadas de una sociedad o grupo social, sus intereses, valores,
los modos y maneras de su racionalidad pragmática. Su sentido,
por tanto, estará en el sistema al que pertenezca y en el complejo
de reglas y juegos de reglas que lo formen, en el modo de seguir
un juego concreto y no de figurar una supuesta realidad que no
es más que fruto de todo ello. El sistema y sus reglas de juego
constituyen el "fundamento obvio", la "imagen del mundo", "el
trasfondo recibido sobre el que distingo entre lo verdadero y
lo falso", no explícitos, sin fundamento ni justificación racional
en altas teorías, en oscuros o iluminados sistemas metafísicos.
Son lo que hay, la condición humana irrebasable, cómo hablamos
y pensamos y cómo vamos a seguir haciéndolo mientras seamos humanos,
nuestro modo de vida. Todo se resume en esto: así somos, así actuamos,
así hablamos de ello. En llevarlo claramente a la consciencia
consiste la tarea de la filosofía. Clarificación conceptual de
las cosas.
"Dígales que mi vida ha sido maravillosa", fueron las últimas
palabras de Wittgenstein antes de perder la consciencia, dirigidas
a su único interlocutor en aquel trance nocturno, la señora Bevan,
cuando ésta le hablaba de los amigos de Oxford esperados para
el día siguiente. Que sería el de su muerte. ¿Maravillosa su vida?
Aparentemente fue desgraciada, tensa, llena de culpabilidad y
dudas respecto al valor de su trabajo y a su propia capacidad
y decencia, al borde siempre de la extinción física y mental.
O mitad cielo mitad infierno, como él decía, en el mejor de los
casos. ¿Llena de maravillas? No le sucedió ninguna maravilla a
no ser la de sus pensamientos, que hubo de extraer de sí mismo
con un tesón casi enfermizo. O con un esfuerzo heroico, tanto
da, porque además los sacaba prácticamente de la nada, con mínimas
referencias. Eso sí fue maravilloso: su exclusiva y permanente
dedicación al pensar. Pero no dulce, ni esclarecedor para sí mismo.
("La alegría por mis pensamientos filosóficos es la alegría por
mi propia extraña vida. ¿Es eso alegría de vivir?"). Quizá sentía
al agonizar que su deber y su destino estaban cumplidos: su deseo
más ferviente en vida. Aún, o precisamente, al precio de sí mismo.
Y siempre según su máxima en momentos de apuro: "Sólo puede hacerse
una cosa: obrar lo mejor posible y seguir trabajando". Con esa
"maravilla" tenía bastante.
¿Una tarea heroica la del pensar? Para él, sí. Tanto por su
honradez intelectual en la dedicación al pensar como por la novedad
de sus pensares, la tensión en la que trabajó fue tremenda. Y
trabajó casi hasta perder la consciencia, hasta la antevíspera
de la muerte, en que escribió sus últimas páginas (sobre la certeza),
casi también más lúcidas que ninguna. Poco antes había dicho a
su amigo Druri: "Es curioso, aunque sé que no voy a vivir mucho
nunca se me ocurre pensar en una vida futura. Todo mi interés
está en esta vida y en lo que todavía soy capaz de escribir".
Y cuando supo que el cáncer de próstata, del que no se quiso operar
en su momento ("para que la naturaleza siga su curso"), había
ganado definitivamente la batalla a los rayos X y al estrógeno,
y que no le dejaría ya sino unos pocos meses de vida -dos, de
hecho-, su comentario, aliviado por la interrupción del tratamiento
y cara a cara por fin a lo inevitable, fue: "Ahora voy a trabajar
como nunca he trabajado en mi vida". Y trabajó, como digo, hasta
la extinción, hasta la inconsciencia.
¿Le faltaba voluntad de vivir, como decía su hermana Hermine?
Le faltó otra fuerza de vida que no fuera la derrochada en pensar
"en la lógica y sus pecados". Fuera de esto, no hubo más en su
existencia. Naderías como "silbar y deprimirme", según escribió
a Russell en 1913 desde su retiro de Noruega, cuando ideaba los
pensamientos de su primera obra, el Tractatus. Veinticuatro
años más tarde, en abril de 1937, iniciando el duro camino de
su segunda gran obra, las Investigaciones, escribió también
allí: "Estar solo con uno mismo, o con Dios, ¿no es como estar
solo con una fiera? En cualquier momento puede atacarte".
En Noruega, en Irlanda, en Cambridge, en Viena, exiliado más
que solo en cualquier parte y situación (tampoco la cercanía o
no de los hombres fue para él tan relevante), ése fue su modo
de vida, un verdadero camino de pasión para la redención del pensar:
un encierro inmisericorde. A Wittgenstein nunca le interesó ningún
mundo, ningún pensamiento que no fuera el suyo, nadie que no fuera
él mismo. A excepción de Dios, en tal caso. ("Me gustaría discutir
con Dios", escribe con la misma obstinación con la que el ordenador
de Stanislaw Lem se negaba a hablar con alguien que no fuera el
"señor Wittgenstein"). Sin petulancia en todo ello, desde luego.
Por pura incapacidad de salir de sí, de imaginar otra forma de
vida que la suya; o la divina. Pura lógica. El destino de un genio.
La Claridad
Redentora
El extraño talante de un pensador
que eligió para trabajar, en vez de una cátedra,
la soledad de una cabaña.
Texto: I. R.
Hasta ahora nunca habíamos visto pensar a un hombre", parece
que decían los alumnos de Wittgenstein en el Trinity College de
Cambridge al salir un primer día de curso de sus tensas clases.
Por su tono profético, oracular, aforístico, por su talante extraño,
alucinado, por su influjo en los discípulos con el ejemplo de
su extraña vida, de su extraña pero honrada actitud frente a las
personas, las cosas y el pensar, por todo ello Wittgenstein es
la imagen perfecta de la rareza del genio.
Los grandes filósofos han tenido mucho de profetas. El pathos
profético es consustancial a la grandeza filosófica. A cierta,
al menos. Lo fue originariamente y parece serlo en todo pensador
-Nietzsche, Heidegger, Wittgenstein, como ejemplos últimos- que
lo que quiere de verdad es anunciar un nuevo modo de ser y de
pensar, una nueva determinación fundamental de vida.
Wittgenstein es el prototipo del intelectual de rasgos individualistas
y geniales frente a los paradigmáticos y eruditos del ilustrado.
El maestro frente al profesor. El gran hombre, educador de la
humanidad, frente al gran intelectual, inventor de mitologías
poderosas, de nuevos sistemas de mundo.
Característica suya es el sentimiento o sensación de aislamiento
en que piensa, dentro pero fuera de los márgenes académicos, en
la cabaña (Sils, Todnauberg, Skjolden) más que en la cátedra.
Se dirige sólo a quienes quieren iniciarse en un nuevo modo de
ver las cosas y no a la comunidad científica ni a la ciudadanía.
Para él la filosofía, el pensar, no es una empresa científica,
sino estética. Su ideal filosófico es la búsqueda de claridad
redentora, de abrimiento de la conciencia y del mundo. No ofrece
verdad sino veracidad, ejemplos no razonamientos, motivos no causas,
fragmentos y ensayos no sistemas. Trata de comprender no de juzgar,
de convencer no de demostrar. De filosofar, no de hacer filosofía.
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