Lunes 30 de septiembre de 1996 |
FRANCISCO PEREGIL,
Las 100.000
toneladas de basura que se han desplazado hacia el mar desde el vertedero de
Bens, en La Coruña, han puesto de actualidad estos depósitos de
residuos. El problema en los basureros en España radica en que la mayoría
de los 121 vertederos legales (que cubren a 1.145 municipios de los 8.000
existentes y a una población de 22 millones) nacieron de forma
incontrolada. Y hay miles de ellos ilegales.
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El proceso que lleva al desastre se puede apreciar en el cubo de la basura. Tras dos o tres días, en el fondo del recipiente se forma un líquido cuyo olor penetra en cada rincón de la casa. Se llama lixiviado. Tal líquido por sí sólo no contamina, pero unido con materiales como pilas, plaguicidas, pinturas o abrasivos de limpieza a los que ataca, corroe o disuelve, causa accidentes de magnitudes incontrolables.
Si se suman a un cubo otros 1.000 millones de cubos, nace un vertedero tan grande como el que atormenta ahora a La Coruña: un millón de toneladas que avanzan hacia el mar, o lo que es lo mismo: un muro de un metro de ancho por otro de largo que iría desde Madrid a Roma: 2.000 kilómetros de mierda.
Y si nadie sabe con qué rellena el vecino su cubo de la basura, nadie tiene idea tampoco de qué materia está compuesto el vertedero de La Coruña ni la mayoría de los que existen en España. Pero una cosa está clara: si el agua de la lluvia arrastra al lixiviado, la contaminación puede llegar a un río (como en el vertedero de Villarasa, en Huelva) al propio mar (vertederos de Melilla o Santa Cruz de La Palma) o, lo que es más peligroso aún, a los acuíferos subterráneos que abastecen a las poblaciones.
En caso de que se controle verdaderamente el líquido residual, no deben producirse mayores tragedias. Pero el problema en España, según todas las asociaciones ecologistas consultadas, es que la mayoría de los 121 vertederos legales (que cubren a 1.145 municipios de los 8.000 existentes y a una población de 22 millones) nacieron de forma incontrolada. Por no hablar de los miles de vertederos ilegales.
Alfonso del Val, antiguo consultor del Ministerio de Obras Públicas y Transportes (MOPT) en cuestiones ambientales, asegura que se daría con un canto en los dientes si en España hubiese 121 vertederos controlados, tal como recoge el informe del MOPT de 1991. «Claro, que yo por controlado no interpreto lo mismo que la Administración: poner poco más que una valla y un vigilante. Sino otros muchos requisitos, como la instalación del vertedero sobre un vaso impermeable natural, o en su defecto artificial, un sistema de compactación y cubrición periódica de la basura, balsa de lixiviados con sistemas de depuración, unidad de emergencia contra extracción de gases...»
La Unión Europea tramita una directiva por la que los municipios dispondrán de 10 años para adaptar sus instalaciones a las mínimas medidas de seguridad exigibles. Esta norma, paralizada en el Parlamento Europeo, dejaría en la ilegalidad al 70% de los vertederos españoles.
En Villarasa, localidad onubense de 2.195 habitantes, los ecologistas denunciaron este verano la muerte de 50 cigüeñas que, según la Confederación Ecopacifista Andaluza (CEPA), bebieron de los arroyos afectados por el líquido residual de un vertedero controlado.
«¿Pero qué proponen los ecologistas?», pregunta un vecino del vertedero de Madrid. «Mucho denunciar, mucho denunciar, pero en algún sitio tendrán que poner la mierda», añade. «Proponemos que se reciclen los productos», responde una portavoz de Greenpeace. «Los vertederos son insanos, apestan y contaminan».
«Pues a mí no me huele esto tan mal», afirma Alberto Arnaldo, dueño del bar Oviedo, donde acuden los trabajadores del vertedero madrileño de Valdemingómez a desayunar y a comer. «Sí que huele, sí, que te levantas a las cinco de la mañana y te pega un sopapo de mierda tremendo», le contesta un cliente. El váter de Madrid se llama vertedero de Valdemingómez, y el hombre que lo vio crecer y que contradice al camarero se llama Bernabé Cuesta.
Bernabé recuerda que hace 50 años ese descampado a 14 kilómetros de Madrid era una cañada por donde pasaban los toros y las merinas, donde abría la ventana y sólo olía a gallinas, conejos, tomillo, jaboneras, retamas y a las jaras que se quemaban en las fábricas de yeso.
Sin embargo, nadie se manifiesta en los municipios contra los vertederos, ni siquiera los ecologistas. Santiago Martín Barajas, portavoz de la Coordinadora de Organizaciones de Defensa Ambiental (CODA), que agrupa a 170 asociaciones, aporta una razón: «La gente está acostumbrada a que haya mierda por todas partes. Y nosotros no nos metemos en exceso en esto, no porque el problema no sea grave, sino porque no tenemos capacidad, llegamos hasta donde podemos».
En Melilla, los ecologistas llegaron hasta las calles, pero no pudieron con la justicia. En 1992, clavada en una montaña de desechos vecina al mar, se leía una pancarta de Greenpeace: «Melilla, no más basuras al Mediterráneo». Hoy las pancartas no están, pero la montaña de basura sí, el mar también, cada día más alta una y el otro más sucio. «Ya sólo se tiran ahí escombros», señala José Manuel Cabo, portavoz del colectivo ecologista local Gelaya, «pero los escombros avanzan hacia el mar, caen allí, remueven el fondo y, de vez en cuando, emerge basura a la playa. Y los jueces nos dijeron que no había espacio para llevarlo a otro sitio».
Queda claro que La Coruña no es un caso aislado en España. Alfonso del Val, autor de El libro del reciclaje y director del plan sobre residuos sólidos de la isla de La Palma, sostiene que en Santa Cruz de la Palma, de 18.000 habitantes, se está dando un proceso muy semejante al de La Coruña (basura al mar), aunque de magnitud más pequeña.
Para él, los vertederos son una especie a extinguir. «La solución está en el reciclado. Es incomprensible que el país más afectado de Europa por la erosión se permita el lujo de no transformar la materia orgánica en compost (abono obtenido de la fermentación de la basura), que ayudaría a combatir la erosión». Y resume: «Es como si la naturaleza nos dijera: 'Si no sacáis provecho de todo lo que os doy, os voy a joder».
XOSÉ MANUEL PEREIRO XOSÉ HERMIDA
Fue uno de estos días en que el alcalde de La Coruña, Francisco Vázquez, regresaba a casa agobiado por las 100.000 toneladas de basura caídas del vertedero de Bens hacia el mar. La esposa del alcalde no le aportó soluciones ante lo que amenaza con convertirse en una catástrofe ecológica, pero sí una interpretación: «Es como la historia oculta de la ciudad». Al igual que todas las historias no oficiales, la de Bens y O Portiño carece de fechas o monolitos conmemorativos. Nadie recuerda muy bien cuándo ni qué fue antes, si el basurero de Bens o el poblado de O Portiño, aunque en el medio siempre hubo una cala y un pequeño muelle de pescadores. Enrique Gabarri nació allí hace 25 años y creció con la imagen de los camiones descargando desperdicios frente a su casa. Sus padres le contaban que ya antes «se subía a Bens a buscar duros de plata antiguos». Todavía no era un vertedero de residuos sólidos urbanos (RSU), sino sólo una escombrera por la que arrojaban la inmundicia para que se la llevara el mar.
Que ellos recuerden, el negocio fue siempre cosa de Ferogasa, una empresa propiedad de dos primos que, a principios de los años setenta, cuando les nombraron concejales -uno de ellos llegó a ser alcalde-, cedieron las acciones a un cuñado.
El padre Villa consiguió que se construyeran viviendas, una alternativa a las chabolas, aunque no gran cosa. «Las buenas», ironiza José Antonio Muñoz, que con 25 años se ha convertido en el portavoz vecinal, «tienen cocina, cuarto de baño y dos habitaciones de cama y armario de dos cuerpos. Las malas son una cocina-comedor y un dormitorio. Los baños hubo que construirlos fuera. Las chabolas que hay ahora son mejores». Entre esa oferta inmobiliaria se reparten 250 vecinos. Los hay payos y gitanos, «mitad y mitad aproximadamente, aunque nunca han surgido problemas entre nosotros», dice ufano Ramón. Lo que sí los diferencia es la manera de ganarse la vida: la mayoría son ambulantes -vendedores de feria en feria- y el resto son los que suben.
Fernando Pais, de 36 años, padre de tres hijos, sube cada madrugada, recién llegados los camiones, a rebuscar chatarra o cualquier cosa que valga la pena. Hoy, después de nueve horas, ha logrado reunir media docena de aerosoles, el motor de algún electrodoméstico, una cafetera italiana y una gran madeja de cables. Los que suben son alrededor de medio centenar. Los hay que han encontrado anillos de oro, pero también quienes se han topado con restos humanos. La jornada viene a rentar entre 3.000 y 5.000 pesetas.
«Si cierran el vertedero, no tendré con qué mantener a mis hijos, porque está prohibido rebuscar en los contenedores de la calle», comenta Pais.
Ésa es una de las razones por la que Pais, y algunos pocos de los vecinos evacuados, han vuelto estos días a O Portiño. Otras son velar por los enfermos y por las propiedades: la pestilencia no ha disuadido a los rateros. Mientras tanto, la inmensa mayoría de las familias siguen alojadas en el polideportivo de Riazor.
Los habitantes del poblado se instalaron en Riazor el domingo 15, cinco días después del desplome del vertedero. El alcalde ordenó la evacuación por temor a una nueva avalancha de basura. Ahora, las autoridades pretenden que regresen a casa. Ellos se niegan, pese a un régimen de dos bocadillos diarios -más leche infantil, donados por vecinos solidarios- y a dormir sobre colchonetas en la intimidad que proporciona un pabellón de deportes y un único cuarto de duchas. Tampoco han aceptado ser distribuidos en albergues. «Perderíamos el arma de la unidad», dicen payos y gitanos.
«Estábamos acostumbrados a vivir en O Portiño», confiesa Muñoz, «y lo seguiríamos haciendo, pero en otras condiciones. Llevamos años pidendo viviendas sociales».
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