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1998 - Nº 798

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Ermua: final del sueño

JON JUARISTI

No fue sólo el horror ante el asesinato de Miguel Ángel Blanco Garrido lo que impulsó a los ciudadanos a echarse a la calle, aquellos días de julio del pasado año, en la mayor movilización popular de la historia reciente de España. Una gran parte de la población comprendió entonces que ETA representaba la más grave amenaza a las libertades de todos, y reclamó de sus representantes políticos un compromiso sin ambigüedades con la defensa de las mismas. Quizá por eso, las primeras declaraciones de los dirigentes políticos -en particular, las de los vascos- tuvieron un marcado sesgo autocrítico. No debe olvidarse que el secuestro y la muerte del joven concejal de Ermua se produjeron en un contexto de división y enfrentamiento entre los partidos democráticos de la Comunidad Autónoma Vasca, a causa del apoyo del PNV, Eusko Alkartasuna e Izquierda Unida a la exigencia etarra de que el Gobierno de José María Aznar trasladase los presos de la banda a las cárceles de Euskadi: el mismo motivo que ETA alegó para asesinar a Miguel Ángel Blanco.

Antes de preguntarse por las razones o sinrazones del fracaso de aquel despertar sin precedentes de la conciencia cívica, conviene recordar un hecho que antecedió en varios meses a los sucesos de julio. En enero de 1997, 22 ciudadanos -profesores de universidad, escritores, cineastas y empresarios- dirigimos al lehendakari Ardanza un escrito en el que, respetuosamente, le rogábamos que diese muestras de una mínima voluntad política para poner término a la violencia callejera de los fascistas abertzales, que se había ensañado esos días con la librería Lagun, de San Sebastián. El lehendakari declinó darse por enterado, toda vez que -aducía- se le había enviado dicho escrito en forma irregular (por fax y por correo) y anónima (con 22 firmas). El verdadero acuse de recibo vino directamente del PNV, y consistió en una profusión de insultos y descalificaciones contra los remitentes, a cargo de Xabier Arzalluz, Iñaki Anasagasti y Javier Atucha, presidente del Bizkaia Buru Batzar. No era ésta una actitud insólita en el partido de Ardanza, que siempre ha tratado a los no nacionalistas como chusma sin derecho a levantar la voz, pero en la virulenta respuesta de Arzalluz a los "autocalificados universitarios" (entre ellos, al rector de la Universidad del País Vasco) aparecía un tema nuevo, que, en apenas año y medio, se ha convertido en el tópico central del discurso nacionalista: la conspiración de los intelectuales. Es necesario tener presente esta circunstancia a la hora de reflexionar sobre el desvanecimiento del llamado "espíritu de Ermua".

Desde el comienzo estuvo claro que las grandes manifestaciones de julio desagradaban profundamente al PNV. La televisión autonómica se apresuró a dar generosa cobertura a las reacciones de los líderes de HB desde el mismo día en que el lehendakari pronunció su enérgico discurso contra ETA y su brazo político. Así, los telespectadores vascos pudieron oír, entre estupefactos y escandalizados, cómo Karmelo Landa declaraba que Ardanza había llevado a Euskadi "a las puertas del fascismo". Días después, la misma televisión prestaba sus cámaras a Floren Aoiz para que éste se desahogara contra los cientos de miles de manifestantes que condenaron el asesinato de Blanco Garrido. Ni en los momentos de mayor tensión llegó a romperse la alianza tácita entre las distintas familias nacionalistas. En rigor, nadie se tomó en serio las advertencias a HB del lehendakari, que ya había anunciado su decisión de no presentarse a las elecciones autonómicas de 1998, lo que equivalía a una dimisión aplazada. Su principal aliado y acompañante en las comparecencias públicas de esos días, el entonces consejero de Justicia (y secretario del Partido Socialista de Euskadi), Ramón Jáuregui, en espera él mismo de un inminente traslado a Madrid como responsable de política autonómica del PSOE, también adolecía de credibilidad, y por similares motivos.

En esos momentos fuimos muy pocos los que secundamos al historiador Juan Pablo Fusi cuando sugirió la conveniencia de disolver el Parlamento vasco y anticipar en un año las elecciones autonómicas previstas para octubre del 98. Creo todavía hoy que ésa habría sido la medida más prudente. Por mucho que Ardanza y Jáuregui aseguraran haber entendido el mensaje de la ciudadanía y estuvieran dispuestos a cantar una discreta palinodia, la posición del Gobierno tripartito no era muy sólida. No lo suficiente, al menos, para plasmar en una nueva política los vagos propósitos expresados por dos líderes que tenían los días contados en sus respectivos cargos. Fuera o no verdad que la exigencia ciudadana de un compromiso activo del Ejecutivo vasco con la defensa de las libertades contuviera un reproche implícito a los gobernantes, lo cierto es que éstos lo interpretaron así, y su contrición coram populo debilitaba aún más su posición. En resumen, ni Ardanza ni Jáuregui eran los sujetos idóneos para hacer, en aquellos momentos, una declaración de intenciones. Pero, por supuesto, a ningún político vasco le pasó por la cabeza adelantar los comicios.

Jáuregui se fue y Ardanza se desvaneció. Ante un Gobierno autonómico con una patente crisis de liderazgo, el aparato del PNV asumió todo el protagonismo (sus aliados de Gobierno, EA y PSE, se limitaron a verlas venir). Difícilmente se le podría echar en cara a Arzalluz haber faltado a los compromisos de julio, porque él no había asumido personalmente ninguno. Como ya había sucedido en otras ocasiones en que el Gobierno vasco y HB se habían enfrentado abiertamente -por ejemplo, a raíz del asesinato por ETA del sargento de la Ertzaintza Joseba Goikoetxea en 1993-, el PNV se dio prisa en suavizar las contradicciones intracomunitarias y en trasladar el enfrentamiento al seno del fragilísimo bloque democrático surgido de la reacción cívica a los sucesos de Ermua (el Pacto de Ajuria Enea era, a estas alturas, poco más que un confuso recuerdo). El pretexto fue, en esta ocasión, la política antiterrorista del Gobierno de Aznar, y la cabeza de turco, Jaime Mayor Oreja, ministro del Interior. La espinosa cuestión del traslado de los presos etarras al País Vasco (el PNV ha preferido siempre el eufemismo "acercamiento") fue rápidamente resucitada como materia fundamental del contencioso. ETA, por su parte, siguió matando concejales del PP: Iruretagoyena, Caso, Jiménez Becerril, Caballero, Zamarreño..., ante la despiadada impasibilidad de un PNV que acusaba a los populares de traficar con sus muertos y ponía todo su esfuerzo en vender la especie de que la nueva dirección de HB suponía la irrupción en el escenario vasco de una sensibilidad inédita hasta entonces en la izquierda abertzale, lo que hacía de ella un interlocutor potencial más flexible que la anterior dirección, hoy en la cárcel. El acercamiento del PNV y HB (esta vez sin eufemismos) venía precedido y, en cierto modo, avalado por el pacto entre los dos sindicatos nacionalistas, ELA y LAB, que ya habían recorrido juntos un trayecto de radicalización no disimulada, perfectamente visible en su común impugnación del Estatuto y en su apoyo a la vieja guardia de HB durante el juicio a la Mesa Nacional.

La formación de lo que algunos han comenzado a llamar una nueva mayoría nacionalista ha resultado, sin duda, favorecida por el síndrome de Stormont; es decir, por el deseo mimético que ha inducido en amplios sectores de la sociedad vasca el pacto entre los dos partidos representativos de la comunidad nacionalista norirlandesa y los unionistas de Trimble. El programa mínimo para un Stormont vasco, suscribible en principio por las fuerzas abertzales e Izquierda Unida, podría muy bien surgir del proyecto para la pacificación de Euskadi que el lehendakari presentó como propuesta de discusión a los partidos del pacto de Ajuria Enea y que retiró apresuradamente ante las primeras objeciones de fondo que le plantearon el PP y el PSE. Está claro que, en esta enésima parodia irlandesa en la historia del nacionalismo vasco, ETA o los irreductibles de ETA ocuparían el lugar del Continuity IRA, y los "españolistas" del PP y del PSE, el de los unionistas opuestos al tratado. Ahora bien, en un ambiente enrarecido por los juicios del GAL, y con un PNV que mantiene sus pactos con el PP en Madrid y que ha gobernado con el PSE hasta hace unos días (lo sigue haciendo, de hecho, en las diputaciones y ayuntamientos), es arduo imaginar qué nexo podría unir a los populares y a los socialistas en un frente común contra el Stormont nacionalista.

Arduo, desde luego. Pero no imposible para el PNV. En febrero del presente año, trescientos ciudadanos vascos suscribieron un manifiesto a la opinión pública en el que declaraban su voluntad de oponerse a cualquier negociación con ETA y HB que supusiera un menoscabo de las libertades democráticas. La presencia del Foro Ermua en los medio de comunicación, a lo largo de los últimos meses, ha sido muy esporádica (y no exenta de desgarramientos internos). Pero ha bastado para que el PNV airee de nuevo el fantasma de la conspiración de los intelectuales como supuesto catalizador de una conspiración antinacionalista más extensa, en la que no sólo participarían el PP y el PSE, sino también "poderosos grupos mediáticos del Estado español". Cuando escribo estas líneas, el portavoz parlamentario del PNV, Iñaki Anasagasti, acaba de imputar al Foro Ermua la principal responsabilidad en la ruptura del consenso democrático en el País Vasco.

En general, la situación presente suscita el recuerdo de otras anteriores, como el periodo que precedió a las elecciones autonómicas de 1986. Entonces, como ahora, el PNV acudió a socorrer a una HB en crisis. Sin embargo, el proceso electoral no desembocó en un Gobierno de frente nacionalista (la escisión entre el PNV de Arzalluz y el EA de Carlos Garaikoetxea era aún demasiado reciente), sino en el primer Gobierno de coalición PNV-PSOE. No es probable que la nueva mayoría de que algunos hablan dé origen a un Gobierno frentista, cualesquiera que sean los resultados de las elecciones de octubre. Seguramente, volverá a ensayarse la fórmula del tripartito PNV-EA-PSE. Es decir, se volverá al punto de partida, como si nunca hubiesen existido las movilizaciones de julio de 1997. Se habrá perdido -se ha perdido ya- la oportunidad de consolidar un bloque democrático frente a la amenaza totalitaria. Se habrán perdido trágicamente varias vidas más y se perderán otras, no menos trágica y estúpidamente. De momento, los violentos han vuelto a adueñarse de las calles y de las noches de Euskadi, y los vascos que salieron entre el 12 y el 14 de julio de 1997 a exigir libertad, a pleno día y a pleno pulmón, permanecen ahora en sus casas, amedrentados una vez más, mientras el sueño de Ermua se disuelve en el aguafuerte del terror.

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