Especial Elecciones 1999
La Esfera



Género:   BIOGRAFIA / POLITICA  
Título:   Memorias de un maldito
Autor:   Jorge Verstrynge
Editorial:   Grijalbo. Barcelona. 1999
Páginas:   300
Precio:   1.900


El ajuste de cuentas con Fraga del ex delfín Verstrynge

Número dos de Fraga y candidato a heredar su liderazgo, Verstrynge mira hacia atrás con acritud en un libro en el que da cuenta de su fichaje como delfín, su amarga salida de AP y su curiosa metamorfosis ideológica. El resultado es un alegato contra el «patrón», de quien dice que no descartó la hipótesis del golpismo «en su desesperación por llegar al poder»

Justino Sinova

Jorge Verstrynge protagonizó en los primeros años de la democracia una aventura personal memorable. Siendo un joven casi desconocido, Manuel Fraga lo aupó hasta la Secretaría General del partido de la derecha, Alianza Popular, en la que permaneció durante diez años como un delfín destinado a sucederle. En el mundillo político fue tenido, aunque siempre con algunas dudas que nadie logró despejar, como el heredero y él llegó a considerar a Fraga como su padre político.

Las cosas no salieron, sin embargo, como Fraga había planeado. Entre padre e hijo acaeció una ruptura violenta y ruidosa, tras la cual Verstrynge vivió una amarga etapa personal y acabó enrolado en el partido de enfrente, el PSOE, aunque ya sin cargo alguno de relieve.

A recordar estos episodios, a relatar su labor en el partido y a justificar sus cambios ideológicos ha dedicado Jorge Verstrynge un libro de memorias en el que, además de repartir elogios y censuras a la gente que se movió en su entorno, carga contra Fraga, a quien le diseña un retrato nada favorable, que llega a ser cruel en algunos trazos.

Contra Fraga

De este modo, Verstrynge se toma la revancha de su destitución, que fue traumática y de la que culpa a Fraga. Ocurrió, sin embargo, cuando el propio Verstrynge, con otra gente del partido, se implicó en la operación de buscarle destino al patrón, como él le llamaba, una vez que había quedado clara su incapacidad para ganar al PSOE en las urnas. La operación Chirac era un plan para presentar la candidatura de Fraga a la Alcaldía de Madrid para optar luego, desde ella, a la Presidencia del Gobierno.

Fraga aceptó el proyecto, pero complicaciones posteriores le hicieron sospechar de la preparación de un complot, y a partir de ahí el asunto derivó en la destitución del secretario general.

Pero Jorge Verstrynge nos dice que no fue todo tan sencillo y reserva las últimas páginas de su libro para una sorpresa: el relato de unas propuestas de Fraga que rozaban la ilegalidad. Es su relato. Ocurrió el 29 de julio de 1986, después de la segunda victoria electoral socialista, en una reunión a la que también asistió Carlos Robles Piquer, cuñado del patrón.

Según Verstrynge, y para su sorpresa, Fraga, ante la evidencia de que no habría nuevas elecciones generales en cuatro años pues el PSOE había vuelto a ganar por mayoría absoluta, planteó tres hipótesis «para llegar al Gobierno antes...»

1.- La primera de tales hipótesis partía de que el rey Hassan diera un golpe de mano contra Ceuta y Melilla. En ese caso, el Rey no tendría más remedio que «provocar la formación de un Gobierno de Concentración Nacional», en el que AP exigiría una vicepresidencia y las carteras de Defensa, Interior y Justicia. Pasada la crisis, ese Gobierno convocaría elecciones generales anticipadas.

2.- La segunda oportunidad llegaría «con ocasión de algún movimiento militar...», que desembocaría también en un Gobierno de Concentración y en las reivindicaciones del caso anterior.

3.- La tercera alternativa, que no era descartable, sería un atentado de ETA contra el presidente del Gobierno, que daría lugar a una reacción parecida a la expuesta.

Verstrynge asegura que las ideas le parecieron descabelladas y que opuso objeciones tratando de controlar su indignación. En realidad, tal como queda reflejada la exposición de Fraga, aquello no era más que un planteamiento de hipótesis para tener prevista, en caso de que ocurrieran, la reacción del partido. Pero Verstrynge, sin embargo, sugiere que había algo más. «Mi mundo había dado un vuelco», escribe, para añadir: «Estaba ante un hombre que, en su desesperación por llegar al poder, estaba dispuesto a aprovechar cualquier situación, incluso la golpista, para apalancar su posición. Un hombre que ante la negativa de las urnas a darle lo que deseaba, comenzaba a buscar alternativas no exactamente democráticas, o ponía esperanzas en un magnicidio». El entonces secretario general no se queda ahí sino que añade alguna especulación notablemente arriesgada: «Si su desesperación [la de Fraga] iba en aumento —lo cual era posible si los poderes económicos le daban la espalda definitivamente— el paso siguiente podía ser provocar situaciones en las que Fraga quedara personalmente beneficiado, aunque dichas situaciones fueran catastróficas para el país».

Verstrynge no aporta datos para sostener esa sospecha, más que su conocimiento de la situación interna del partido y del propio personaje, a quien trata duramente a lo largo de todo el libro. Reconoce valores en Fraga —su cultura, que no su inteligencia, su dedicación al trabajo, su astucia...— pero apunta una inacabable relación de defectos: tendencia a dejarse influir por el último llegado, trato despótico hacia los subordinados, táctica de dividir para vencer, desconocimiento del funcionamiento del partido, interés exclusivamente por él... Le acusa de ser «amigable y entrañable cuando necesitaba a alguien, pero agresivo y fracamente desagradable cuando ya disponía de esa persona». Y llega a asegurar por dos veces que Fraga intentó abofetear a Arturo García Tizón durante una discusión sobre la lista electoral de Toledo, cosa que no logró porque él acertó a interponerse.

En este clima, no es extraño que Verstrynge asegure que, con la llamada operación Chirac, pretendía mandar a Fraga «a un sanatorio democrático donde aprendiese de verdad democracia, pudiera demostrar que se había enterado y que se podía confiar en él, y donde curara, o calmara, su renacida tendencia a usar vías de acceso al poder incompatibles con la práctica democrática». Lo que extraña es que Jorge Verstrynge aguantara tanto en ese ambiente si era ya, como nos dice, un hombre de izquierda que nada quería saber con la derecha.

La metamorfosis

Porque otro de los objetivos del libro es informar al lector de la verdadera identidad política del autor. En este propósito, Verstrynge es incansable, pues reiteradamente recuerda que él era ya un hombre de izquierda cuando estaba en Alianza Popular e insiste, para recalcar ahora esa su ideología, en algunas afirmaciones cuando menos hoy llamativas, como la de que el comunismo es y seguirá siendo «la más bella propuesta hecha por los hombres». El milita, sin embargo, no en el Partido Comunista sino en el Partido Socialista, en el que entró ocho años después de salir de la Secretaría General de AP, es decir, en 1994.

La metamorfosis del ex delfín de Fraga ha sido, en realidad, doble. Siendo aún muy joven, circuló por parajes de la extrema derecha. Cuenta, por ejemplo, que escribió un artículo en Fuerza Nueva y que sintió simpatía por José Antonio Girón, uno de los ministros falangistas más radicales del general Franco. Habla de su «conversión a la democracia» y llega a hacer esta notable confesión: «Yo sé lo duro que es desocializarte de verdad del fascismo y de la reacción, y cuán pocos son los que lo logran». Primera metamorfosis.

El segundo cambio tuvo lugar ya cuando se encontraba en Alianza Popular. Fue una transformación más lenta, según nos cuenta, que se iba manifestando en sus intentos de borrar el término «derecha» de los papeles de su partido, pretensión verdaderamente inútil e ingenua pues el partido creado por Fraga no podía ser otra cosa que un partido de la derecha. Nació para ser eso.

Pero Verstrynge nos insiste en que su ilusión política era conducir AP al centro, costara lo que costara, hasta que poco a poco fue dándose cuenta de que él era un hombre de la izquierda y llegó un momento en que se sintió «el hombre de izquierda de la derecha». Un hombre de izquierda con mezcla de colores, como él mismo reconoce al dibujar este autorretrato: «yo, un medioguiri, hijo a la vez de España, Bélgica, Francia y Marruecos [nació en Tánger, de padre belga y madre española, que casó de nuevo con un francés]; tour à tour admirador de Nixon y del general Giap, del comandante Fidel Castro y de los coroneles de las OAS, de Ferhat Abbas y del general Salan, de los comunistas y de De Gaulle; que había leído de todo y conocido a muchos antagonistas, desde Otto Skorzeny hasta Maurice Thorez; que no era hijo de banquero, ni de notario ni de diplomático, ni de un millonario cualquiera; que era un ateo corrupio a pesar de abrazar las tareas con un entusiasmo lindante con la fe...»

La politica

Del libro emerge la contradicción que significaba que un hombre que se sentía de izquierda, como afirma Verstrynge, fuera, y durante tanto tiempo, el número dos del partido de la derecha. Pero no era sólo que le tirara la izquierda, sino que se declarara ateo —y asegura que desde los doce años de edad— en medio de un partido próximo a la confesionalidad y junto a un hombre religioso; que le disgutaran los empresarios, en especial los banqueros, estando en el partido más cercano a ellos; que se sintiera antimonárquico, junto a un Fraga que había colaborado tan decisivamente en la Constitución de 1978. Era una constante contradicción, como ha sido también su vida —si nos atenemos a lo que él mismo nos va diciendo— desde los primeros años: cuando estudiaba en Francia, por ejemplo, y con muy corta edad, ayudaba «en la campaña de Tixier Vignancourt (extrema derecha)» mientras sus compañeros de clase le llamaban Le bolcho (el bolchevique)... «por mi aspecto y mi preocupación por lo social». También era una seria contradicción que Verstrynge albergara proyectos revolucionarios: «De llegar algún día a gobernar este país, muy poco me habría temblado la mano —asegura— a la hora de, tras nacionalizarlos, devolver al pueblo bancos, grandes superficies, industria pesada, transporte...». El mismo entiende ahora que no habría durado «ni tres meses», pero lo notable es que cuando pensaba así, según dice, era el segundo hombre de la oposición con más posibilidades de llegar al poder...

Verstrynge ofrece varios ejemplos de manipulación en la oscuridad. Hay que agradecerle la sinceridad. El primer ejemplo es el de su actividad para «limpiar de veras el partido», operación que consistía en eliminar a los militantes que eran tenidos por extremistas de la derecha. El procedimiento que se le ocurrió no podía ser más eficaz, pero también menos presentable: destruir las fichas, que a veces quemaba, para hacer desaparecer las cenizas por el retrete.

Pero el caso de manipulación más inaceptable fue el de la invención de encuestas electorales. Verstrynge cuenta cómo en una campaña electoral en Galicia, él en persona, con la ayuda de un colaborador, «fabricó» una encuesta en una noche, con una «Casio de bolsillo», en una habitación de hotel. «Nos salió bordado», presume. Aquel sondeo, en el que AP salía lógicamente muy beneficiada, fue recogido por los medios como cierto —pues no tenían posibilidad de comprobar su falsedad— y ayudó, según él, a atraer al electorado. Hizo la trampa en otras elecciones, y paró cuando Fraga se lo ordenó.

Lo más preocupante de lo que cuenta, en este asunto de las interioridades de la política, es la imposibilidad real de los políticos para meditar sobre su gestión. Sus palabras son tajantes: «No se puede creer el ciudadano español cuán poco meditamos y analizamos los políticos mientras estamos enzarzados en la politiquería diaria». Una verdadera pena.

...y el cese

Para penas las que sintió el protagonista cuando le llegó el cese y en los tiempos posteriores. Sus problemas durante sus últimos meses en AP y sus dificultades para salir adelante luego forman las páginas más sensibles del libro. Si la política es dura, como por otra parte dicen todos los políticos, la salida de la política no lo es menos.

Verstrynge se negó a dimitir a pesar de que, consumada la ruptura con Fraga, se le privó de la escolta, del chófer y del sueldo. En esas condiciones, esperó la destitución ya que dimitir habría equivalido, según él, a «reconocer una culpa, en realidad inexistente».

Lo que había de llegar después fue peor. Intentó la construcción de un partido con algunos colaboradores que abandonaron AP junto a él, financiado, por cierto, por Mario Conde, pero no salió adelante. Mantuvo el escaño obtenido en las listas de AP, como un tránsfuga en toda regla —de lo que fue acusado reiteradamente en la Prensa—, porque necesitaba el dinero para hacer frente a la pensión de 200.000 pesetas para sus dos hijos —tras su separación matrimonial— y para subsistir. Pero cuando terminó la legislatura y, dado que había abandonado su carrera de profesor universitario, tuvo que desempeñar los más distintos trabajos. Esta es la relación que ofrece: «representar bastante tiempo a un grupo empresarial hispano-israelí, comerciar con artículos de limpieza, y (...) hasta vender felpudos; pero además, dirigir un campo de golf, asesorar políticamente a un promotor inmobiliario, asesorar a soviéticos y españoles al alimón para intensificar las relaciones culturales...». Finalmente pudo volver a la Universidad. Pero no olvidó los momentos más amargos, que no duraron poco, cuando se convirtió en pim-pam-pum de los críticos y hasta alguna gente le insultaba por la calle.

Retratos con intención distinta

Alfonso Guerra: «González se me hacía cada vez menos antipático, pero Guerra... emanaba una mezcla de seguridad, de dureza paradójicamente expresada con dulzura cuando a él le daba la gana y, por qué ocultarlo, de muy clara superioridad sobre el resto de la fauna allí presente». (Pág. 130).

Fernando Suárez: «...Me esperaba un aviso de Fernando Suárez: “Estás cesado, Jorge; te sustituye Ruiz Gallardón hijo. Que sepas que estaré contigo en todo momento”» (pág. 278).

José Antonio Segurado: «Fraga me encomendó convencer a Segurado, y aquí sí que eché toda la carne en el asador: si Segurado aceptaba la candidatura, una campaña de Madrid bien llevada le permitiría quedar bien aunque no llegase a alcalde y le postularía como sucesor de Fraga a poco que reuniera otras cualidades, que por cierto el sujeto en cuestión sí que poseía. (...) El candidato Segurado era un peso pesado, en el fondo otro buen acorazado. (...) Había sido el gran valedor de AP ante la CEOE y la banca» (pág. 166).

Miguel Herrero de Miñon: «Fraga decía que le faltaba un tornillo, lo cual era con seguridad cierto; además su tono repipi e histriónico no le granjeaba precisamente favores populares» (pág. 143).

Alfonso Osorio: «Era ponderado, buen negociador, pero pronto desveló un defecto insuperable a los ojos de Fraga, a saber: que tenía pensamiento, en lo estratégico y en lo táctico, propio. (...) Un hombre con equilibrio e inteligencia (...), un hombre culto, inteligente, equilibrado, humano y con sentido del humor» (págs. 143 y 219).

Jordi Pujol: «El diagnóstico sobre la cuestión de Banca Catalana era claro, me dijo Guerra: si Pujol no iba a la cárcel, poco le faltaría» (pág. 187).

Enrique Tierno: «—Y el profesor Tierno, ¿es tan bueno como se dice?

—Sí, es muy bueno. Es el mejor alcalde de Madrid de este siglo» (pág. 171).

Madre y padres y evolución: «Soy hijo de Antonia Rojas Delgado, española, andaluza, emigrante a Marruecos, nacionalcatólica y extraordinaria madre; y de padre belga, también emigrante, primero al Congo, y más tarde a Tánger, muy inteligente y simpático, de extrema derecha y pésimo padre. (...) Mis padres se divorciaron. (...) Mi padrastro, a quien considero mi verdadero padre, René Mazel (...), francés, estalinista, deportado forzoso a Marruecos (...) La sensibilidad de izquierdas me iba ganando progresivamente: paneuropeo en política exterior, fui con mayor rapidez aceptando planteamientos sociales de izquierda» (págs. 13 a 19).

     

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