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Sábado 16 de junio de 2001 




 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
 
 

Por qué ser orwellianos

 

George Orwell, quien también fue periodista y comentarista político, en un programa de radio para la BBC.

La edición en Estados Unidos de los ensayos del autor de Rebelión en la granja pone de actualidad el pensamiento de quien captó la esencia del totalitarismo y nos sigue advirtiendo del engañoso lenguaje que utiliza la política.


Texto: Timothy Garton Ash

+ Un ensayista que trasciende épocas +

Por qué deberíamos aún leer a Orwell sobre temas políticos? Hasta el año 1989 la respuesta estaba clara. Fue el escritor que captó la esencia del totalitarismo. En todos los países de Europa bajo regímenes comunistas, la gente me mostraba sus sobadas copias clandestinas de Rebelión en la granja o de 1984, y preguntaban: "¿Cómo lo sabía?".

Sin embargo, el mundo de 1984 terminó en 1989. Los regímenes orwellianos persistían en unos cuantos países lejanos, como Corea del Norte, y el comunismo sobrevivía, de forma atenuada, en China. Pero los tres dragones contra los que Orwell luchó con todas sus fuerzas -el imperialismo europeo, y en especial el británico; el fascismo, ya fuera italiano, alemán o español, y el comunismo, que no hay que confundir con el socialismo democrático, en el que el propio Orwell creía- estaban muertos o mortalmente debilitados. Cuarenta años después de su muerte, dolorosa y temprana, Orwell ha ganado.

¿Qué necesidad tenemos entonces de Orwell? Una respuesta es que deberíamos leerle por el impacto histórico que tuvo. George Orwell fue el escritor político más influyente del siglo XX. Es una afirmación audaz, pero, ¿quién podría competir con él? Entre los novelistas, quizá Alexandr Solzhenitsin o Albert Camus; entre los dramaturgos, Bertolt Brecht. ¿O acaso algún filósofo, como Karl Popper, Friedrich von Hayek, Raymond Aron o Hannah Arendt? ¿O el novelista, dramaturgo y filósofo Jean-Paul Sartre, al que Orwell en privado denominaba "una bolsa de aire"? Si los tomamos uno a uno, descubriremos que el impacto que tuvo cada uno de ellos fue más limitado, en cuanto a duración en el tiempo y ámbito geográfico, que el de este anticuado y efímero hombre de letras inglés.

La familiaridad en todo el mundo con la palabra orwelliano es prueba de su influencia. Se usa orwelliano como adjetivo peyorativo, para evocar el terror totalitario, la falsificación de la historia por la mentira organizada por los Estados y, más licenciosamente, cualquier ejemplo desagradable de represión o manipulación. Como sustantivo, se utiliza para denominar a un admirador o seguidor consciente de su obra. En ocasiones se emplea como un adjetivo elogioso, que significa algo así como que "muestra una franca honestidad intelectual, como Orwell". Muy pocos escritores han conseguido este doble tributo de ser a la vez adjetivo y sustantivo.

Allá donde imperaban las dictaduras totalitarias, la gente sentía que él era uno de ellos. La poeta rusa Natalya Gorbanyevskaya me comentó una vez que Orwell era un europeo del Este. Lo cierto es que fue un escritor muy inglés que nunca se acercó ni de lejos a la Europa del Este. Sus conocimientos sobre el mundo comunista se derivaban fundamentalmente de sus lecturas.

Tres experiencias personales transformaron su manera de pensar. En primer lugar, como policía imperial británico durante cinco años de formación en Birmania, él mismo fue funcionario de un régimen opresor, aunque no totalitario. Cuando abandonó este puesto, había adquirido para toda la vida no sólo un odio al imperialismo, sino también una profunda percepción de la psicología del opresor, que desarrolla ya en dos clásicos ensayos tempranos, El ahorcado y Disparando a un elefante. (Hay una ironía bastante evidente en el hecho de que la Birmania poscolonial sea, en el momento en que escribo estas líneas, uno de los pocos regímenes orwellianos que aún quedan en el mundo). Posteriormente vivió entre los down-and-outs, los sin blanca, en Inglaterra y en París. De esta manera conoció de primera mano la humillante falta de libertad que implica la pobreza.

Por último, la guerra civil española. Para Orwell, España significó la experiencia de luchar contra el fascismo y de sentir una bala atravesándole la garganta. Pero aún más importante fue la revelación del terror y la duplicidad comunistas que llevaban a cabo los rusos, ya que él y sus camaradas de las milicias marxistas heterodoxas del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) eran perseguidos por las calles de Barcelona por los comunistas, que se suponía que eran sus aliados. Acerca del agente ruso en Barcelona encargado de difamar al POUM como traidores trotskistas franquistas, escribe en Homenaje a Cataluña: "Fue la primera vez que conocí a un hombre cuya profesión fuera mentir, a menos que contemos a los periodistas". La mordaz coletilla es propia de su típico humor negro. Refleja asimismo su indignación por el modo en que toda la prensa de izquierdas británica estaba falsificando unos acontecimientos que él había visto con sus propios ojos.

Como afirma en su ensayo de 1946, Por qué escribo, después de España supo dónde estaba. Aunque ya había usado antes el seudónimo de George Orwell, en lugar de su propio nombre, Eric Blair, fue a partir de España cuando se convirtió realmente en Orwell. Cada línea de lo que escribió tendría a partir de entonces una intención política. El imperialismo y el fascismo siguieron siendo dos blancos importantes de su enorme cólera. Pero su principal enemigo sería la ceguera o deshonestidad intelectual de aquellos que en Occidente apoyaban o perdonaban al comunismo estalinista y más aún cuando la Unión Soviética se convirtió durante la guerra en aliado de Occidente contra Hitler. Y entonces fue cuando se sentó a escribir una sátira swiftiana sobre la Rusia estalinista, con los comunistas representados en los cerdos de una granja dirigida por animales. "Estar dispuesto a criticar a Rusia y Stalin", escribió en agosto de 1944, "es la prueba de la honestidad intelectual".

La negativa a publicar Rebelión en la granja de varios editores británicos, porque no querían criticar al heroico aliado británico en tiempos de guerra, era una muestra de lo que se le avecinaba. Cuando finalmente se publicó en Reino Unido, en 1945, y más tarde en Estados Unidos, en 1946, el libro fue un acontecimiento literario y ayudó a abrir los ojos al Occidente angloparlante acerca de la verdadera naturaleza del régimen soviético. Esto se podría denominar el efecto Orwell. (Francia tuvo que esperar treinta años para su efecto Solzhenitsin). La novela 1984, con su antiutopía más generalizada, se convirtió en otro texto determinante de la guerra fría. No es casualidad que el primer uso de la expresión guerra fría anotado por el Oxford English Dictionary provenga de un artículo de Orwell.

Resumiendo, estaba más memorable e influyentemente en lo cierto que nadie, y también antes que nadie, sobre la mayor amenaza política de la segunda mitad del siglo XX, así como respecto a los dos grandes horrores de la primera mitad. Pero estos monstruos han muerto, o dan sus últimos coletazos. Decir "debes leerle porque tuvo gran importancia en el pasado" no logrará atraer a nuevos lectores de Orwell, en la misma medida en que mi generación se sintió ganada de forma irresistible por la colección original de cuatro volúmenes, publicada por Penguin en 1970, Collected Essays, Journalism and Letters.

Por fortuna hay una respuesta más convincente a la pregunta de por qué deberíamos leer a Orwell en el siglo XXI. Y es que sigue siendo un ejemplar de escritor político. Ambos significados de "ejemplar" son válidos. Es un modelo de cómo hacerlo bien, pero también es un ejemplo -deliberado, tímido y autocrítico- de lo difícil que es.

En Por qué escribo dice que su objetivo, después de España, fue "hacer de la escritura política un arte". Con Rebelión en la granja lo consiguió del todo. Como trabajo literario está mucho mejor elaborado que 1984, obra desfigurada por el melodrama, las longeurs y la redacción áspera de un hombre al borde de la muerte. En su "encantadora pequeña historia", forma artística y contenido político se ensamblan perfectamente, en parte porque están tan absurdamente emparejados. ¿Qué podía haber más alejado del estalinismo de Moscú que una granja de la campiña inglesa?

Orwell se esforzó mucho en mejorar su prosa. Uno de sus primeros trabajos mereció el amable comentario de la crítica de que escribía "como una vaca con un mosquete". En Rebelión en la granja escribe maravillosamente sobre cosas que realmente conoce. Le apasiona el campo inglés, donde vivió a finales de los años treinta, al cuidado de una tienda en el pueblo, una cabra y un cuaderno. Rebelión en la granja rebosa desde sus primeras páginas de detalles físicos de la vida en el campo observados amorosamente. Pero entonces, de la boca del cerdo Mayor, surge de repente una perfecta parodia de un discurso comunista: es el fruto de las muchas horas que Orwell había pasado estudiando detenidamente los panfletos políticos que coleccionaba. Sólo él poseía esa peculiar combinación de habilidades. Sólo Orwell sabía ordeñar una cabra y estoquear a un revisionista.

Los rasgos y giros de su régimen animal siguen fielmente la descomposición de la revolución rusa hacia la tiranía. No hay ambigüedad: el cerdo Napoleón es Stalin, el cerdo Snowball es Trotski. Según señala Peter Davison, en el último momento, Orwell cambia incluso un detalle a favor de Napoleón, tras enterarse por un superviviente polaco de un gulag de que después de todo Stalin había inspirado a su pueblo permaneciendo en Moscú durante el avance alemán. La trama de sus primeras novelas era a menudo pobre. En ésta la historia le proporciona el argumento perfecto.

Y también está su humor, una parte subestimada del áspero encanto de Orwell. (Poco después de recibir un disparo en el cuello en España, su oficial al mando informaba: "Respiración absolutamente regular. Sentido del humor, intacto"). Cuando los animales habían tomado la granja "cogieron unos jamones que colgaban en la cocina y les dieron sepultura". La mañana siguiente a la primera borrachera de whisky de los cerdos, Orwell hace que el propagandista Squealer comunique a los demás animales que "el camarada Napoleón se estaba muriendo". Cualquiera que recuerde su primera resaca sabrá cómo se sentía. Y, por último, tenemos la frase ingeniosa perfecta, cómica y profundamente seria a la vez: "Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros".

Al final, Rebelión en la granja va mucho más allá de su motivo original. Se convierte en una sátira intemporal centrada en la comitragedia de la política en general, es decir, siempre y en cualquier lugar, comitragedia de la corrupción por el poder. Esta habilidad para ir de lo particular a lo universal también caracteriza sus ensayos, el género en el que también escribió mejor sobre política. .

Lo que más aborrece, quizá incluso más que la violencia o la tiranía, es la falta de honestidad. Moviéndose en la frontera entre literatura y política, como un centinela de la moralidad, puede reconocer una doble moral a quinientos metros y con mala luz. ¿Cómo es que un parlamentario tory (del Partido Conservador británico) reclama libertad para Polonia, mientras guarda silencio sobre India? El centinela Orwell dispara enseguida.

El moralista George Orwell está fascinado por la búsqueda no meramente de la verdad, sino de las verdades más complicadas y difíciles. Ya comienza en uno de sus primeros trabajos, Disparando a un elefante, donde afirma categóricamente que el Imperio Británico está muriéndose, y a continuación añade que es "mucho mejor que los imperios más jóvenes que van a suplantarlo". Examinando detenidamente la obra de Salvador Dalí, señala que "algo que es degenerado moralmente puede ser correcto desde el punto de vista estético". Entonces, típico en él, va más lejos e insiste en que deberíamos ser capaces de decir "éste es un buen libro o una buena pintura, y debería ser quemado por el verdugo público". A veces, parece sentir cierto deleite masoquista al enfrentarse con verdades desagradables.

No es que sus apreciaciones políticas fueran siempre acertadas. Ni mucho menos. Eileen, su viva y perspicaz esposa, escribió a su hermana que su marido conservaba "una extraordinaria simpleza política". En su obra hay juicios equivocados que sorprenden. Llama la atención el que, al principio, repita la frase comunista de que "fascismo y capitalismo son en el fondo la misma cosa". Se opuso a luchar contra Hitler hasta bien entrado el año 1939, para acabar cambiando de postura. En El león y el unicornio, su opúsculo en tiempos de guerra sobre "socialismo y el genio inglés", propone la nacionalización de "la tierra, las minas, los ferrocarriles, los bancos y las principales industrias". Por lo que parece, nunca admitió claramente un vínculo entre propiedad privada y libertad individual. En este sentido, al menos, fue un socialista de su tiempo.

Orwell fue un escritor muy inglés, y pensamos en el comedimiento como una cualidad muy inglesa. Pero su especialidad es la exageración escandalosa: "Ningún verdadero revolucionario ha sido nunca un internacionalista", "todos los partidos de izquierdas de los países más industrializados son en el fondo una farsa", "un humanitario es siempre un hipócrita". Como observó V. S. Pritchett al reseñar El león y el unicornio, "es capaz de exagerar con la simplicidad e inocencia de un salvaje". Pero eso es propio de los escritores satíricos. Evelyn Waugh, desde el otro extremo del espectro político, hacía lo mismo. (Los grandes cascarrabias ingleses de la izquierda y la derecha se tenían un cauteloso pero genuino respeto mutuo). De modo que este punto débil de sus trabajos no narrativos es uno de los puntos fuertes de su narrativa.

Tanto su vida como su obra son un buen ejemplo de las exigencias del compromiso político. En Escritores y Leviatán describe el dilema político de los escritores: "El ver la necesidad del compromiso político, y ver a la vez lo sucio y degradante que es". Después de un corto periodo de tiempo en el que fue miembro del Partido Laborista Independiente, llega a la conclusión de que "un escritor sólo puede mantenerse honesto si se aparta de las etiquetas partidistas". De nuevo la palabra clave: honesto. Sin embargo, se propone y llega a ser vicepresidente de una organización no partidista llamada Freedom Defence Committee, en defensa de la libertad frente al imperialismo y al fascismo, por supuesto, pero ahora también, sobre todo, contra el comunismo.

En relación con esto, hay que hablar sobre la ya famosa lista de criptocomunistas y compañeros de viaje, que generalmente se piensa que entregó al servicio secreto británico. ("Icono socialista convertido en un delator", anunciaba a bombo y platillo el Daily Telegraph cuando divulgó la historia en primera plana en 1998). Lo que ocurrió realmente está resumido al final de este volumen. Orwell llevaba un cuaderno de color azul pálido en el que anotaba nombres y detalles de posibles agentes comunistas o simpatizantes. Habría que decir enseguida que el contenido de este cuaderno es preocupante, en cuanto a sus juicios afilados: "Casi seguro agente de algún tipo", "liberal decadente", "sólo pacificador", y especialmente sus anotaciones de carácter nacional y racial, como "¿judío?" (Charles Chaplin) o "judío inglés" (Tom Driberg), o bien "polaco", "yugoslavo", "angloamericano", y así sucesivamente. Hay algo inquietante -un toque del antiguo policía imperial- en un escritor que puede almorzar con un amigo como el poeta Stephen Spender, y después, al llegar a casa, anotar "simpatizante sentimental y no muy de fiar. Fácilmente influenciable. Tendencia a la homosexualidad".

Sin embargo, es necesario dejar claras dos cosas muy importantes a modo de explicación. Primera, eran los tiempos de la guerra fría. Había agentes soviéticos y simpatizantes por doquier, y eran influyentes. El ejemplo más expresivo es el hombre que Orwell tenía apuntado como "casi seguro agente de algún tipo". Su nombre era Peter Smollett. Durante la II Guerra Mundial fue director de la sección rusa del Ministerio de Información y, siguiendo su consejo, T. S. Eliot, nada menos, rechazó Rebelión en la granja para Jonathan Cape. Ahora sabemos que Smollett era, efectivamente, espía soviético.

Segunda, Orwell no entregó esta libreta al servicio secreto británico. Dio una lista, sacada de ella, de unos treinta y cinco nombres, al Information Research Departament, una rama semisecreta del Foreign Office que se ocupaba especialmente de atraer escritores de la izquierda democrática para contrarrestar la entonces bien organizada ofensiva propagandística comunista soviética. De manera absurda, el Gobierno británico no ha levantado el secreto oficial de esta lista y de cualquier carta que la acompañara. Así que aún no sabemos exactamente qué es lo que Orwell hizo. Pero por los datos de que disponemos está bastante claro que Orwell no estaba dando pistas a la policía del pensamiento británica para que siguiera el rastro a estas personas. Todo lo que hacía, en realidad, era decir: "No utilicen a esta gente para la propaganda anticomunista porque probablemente son comunistas o simpatizantes comunistas".

Orwell, ya moribundo, pero todavía en pleno dominio de sus facultades, lo juzgó como un acto moralmente defendible para un escritor en un periodo de intensa lucha política, del mismo modo que antes había juzgado oportuno que un escritor comprometido políticamente tomara las armas contra Franco. Yo pienso que tenía razón. Ustedes pueden pensar que estaba equivocado. En cualquier caso, nos sirve de ejemplo -es así de ejemplar- del dilema del escritor político.

Por último, naturalmente, la lista de Orwell y la vida de Orwell son mucho menos importantes que su obra. Lo que importa es que no haya una contradicción flagrante entre la obra y la vida, como ocurre a menudo con los intelectuales políticos. La voz orwelliana, que sitúa la honestidad y los valores sencillos por encima de todo, se vería menoscabada. Pero lo que perdura es la obra.

Si tuviera que mencionar una única cualidad por la que es aún esencial leer a Orwell en el siglo XXI, sería su percepción del uso y el abuso del lenguaje. Si tienen tiempo de leer sólo un ensayo, lean Política y la lengua inglesa. En él se resume de forma brillante el argumento orwelliano de que la corrupción del lenguaje es una parte esencial de la política opresora y explotadora. "La defensa de lo indefendible" se sustenta en una serie de eufemismos, falsos periodos verbales, frases prefabricadas y toda una parafernalia de engaño que él apunta con toda precisión y parodia.

La versión extrema, totalitaria, que él satiriza como newspeak (neolengua), es menos frecuente en la actualidad, excepto en países como Birmania o Corea del Norte. Pero la obsesión de los gobiernos elegidos democráticamente, en especial en el Reino Unido y en Estados Unidos, por la gestión de los medios de comunicación y la tergiversación, es hoy día uno de los mayores obstáculos para comprender qué es lo que se está haciendo en nuestro nombre. Existen también distorsiones que parten de dentro de la prensa, la radio y la televisión, en parte debido a una tendencia ideológica oculta, pero cada vez más debido a la feroz competencia comercial y la necesidad implacable de "entretener".

Lean a Orwell y comprenderán que algo feo debe esconderse detrás del eufemismo usado por el portavoz de la OTAN durante la guerra de Kosovo: "Daños colaterales" (significa muertos civiles inocentes). Lean a Orwell y sospecharán que hay gato encerrado siempre que un periódico o un político británico una vez más pronuncie una frase prefabricada del tipo de "la inexorable marcha de Bruselas hacia un superestado europeo".

Orwell no sólo nos prepara para detectar estos abusos semánticos. También insinúa cómo los escritores pueden defenderse, ya que los que abusan del poder están usando, al fin y al cabo, nuestras armas: las palabras. En Política y la lengua inglesa incluso da algunas normas de estilo sencillas para lograr una escritura política honesta y eficaz. (Sabiduría ganada a duras penas, puesto que tuvo un pasaje pesado hasta llegar a esa claridad). Compara la buena prosa inglesa con un cristal limpio de una ventana. A través de esas ventanas, los ciudadanos pueden ver lo que sus gobernantes están haciendo realmente. En este sentido, los escritores políticos deberían ser los limpiacristales de la libertad.

Orwell nos dice y nos enseña cómo hacerlo. Por eso todavía le necesitamos, porque la obra de Orwell nunca estará terminada.

 

   
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