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Por qué ser orwellianos
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George Orwell, quien también fue periodista
y comentarista político, en un programa de radio para la
BBC.
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La edición en Estados
Unidos de los ensayos del autor de Rebelión en la granja pone
de actualidad el pensamiento de quien captó la esencia del totalitarismo
y nos sigue advirtiendo del engañoso lenguaje que utiliza la política.
Texto: Timothy Garton Ash
+ Un ensayista
que trasciende épocas +
Por qué deberíamos aún leer a Orwell sobre temas políticos? Hasta
el año 1989 la respuesta estaba clara. Fue el escritor que captó
la esencia del totalitarismo. En todos los países de Europa bajo
regímenes comunistas, la gente me mostraba sus sobadas copias
clandestinas de Rebelión en la granja o de 1984,
y preguntaban: "¿Cómo lo sabía?".
Sin embargo, el mundo de 1984 terminó en 1989. Los regímenes
orwellianos persistían en unos cuantos países lejanos, como Corea
del Norte, y el comunismo sobrevivía, de forma atenuada, en China.
Pero los tres dragones contra los que Orwell luchó con todas sus
fuerzas -el imperialismo europeo, y en especial el británico;
el fascismo, ya fuera italiano, alemán o español, y el comunismo,
que no hay que confundir con el socialismo democrático, en el
que el propio Orwell creía- estaban muertos o mortalmente debilitados.
Cuarenta años después de su muerte, dolorosa y temprana, Orwell
ha ganado.
¿Qué necesidad tenemos entonces de Orwell? Una respuesta
es que deberíamos leerle por el impacto histórico que tuvo. George
Orwell fue el escritor político más influyente del siglo XX. Es
una afirmación audaz, pero, ¿quién podría competir con él? Entre
los novelistas, quizá Alexandr Solzhenitsin o Albert Camus; entre
los dramaturgos, Bertolt Brecht. ¿O acaso algún filósofo, como
Karl Popper, Friedrich von Hayek, Raymond Aron o Hannah Arendt?
¿O el novelista, dramaturgo y filósofo Jean-Paul Sartre, al que
Orwell en privado denominaba "una bolsa de aire"? Si los tomamos
uno a uno, descubriremos que el impacto que tuvo cada uno de ellos
fue más limitado, en cuanto a duración en el tiempo y ámbito geográfico,
que el de este anticuado y efímero hombre de letras inglés.
La familiaridad en todo el mundo con la palabra orwelliano es
prueba de su influencia. Se usa orwelliano como adjetivo peyorativo,
para evocar el terror totalitario, la falsificación de la historia
por la mentira organizada por los Estados y, más licenciosamente,
cualquier ejemplo desagradable de represión o manipulación. Como
sustantivo, se utiliza para denominar a un admirador o seguidor
consciente de su obra. En ocasiones se emplea como un adjetivo
elogioso, que significa algo así como que "muestra una franca
honestidad intelectual, como Orwell". Muy pocos escritores han
conseguido este doble tributo de ser a la vez adjetivo y sustantivo.
Allá donde imperaban las dictaduras totalitarias, la gente sentía
que él era uno de ellos. La poeta rusa Natalya Gorbanyevskaya
me comentó una vez que Orwell era un europeo del Este. Lo cierto
es que fue un escritor muy inglés que nunca se acercó ni de lejos
a la Europa del Este. Sus conocimientos sobre el mundo comunista
se derivaban fundamentalmente de sus lecturas.
Tres experiencias personales transformaron su manera de pensar.
En primer lugar, como policía imperial británico durante cinco
años de formación en Birmania, él mismo fue funcionario de un
régimen opresor, aunque no totalitario. Cuando abandonó este puesto,
había adquirido para toda la vida no sólo un odio al imperialismo,
sino también una profunda percepción de la psicología del opresor,
que desarrolla ya en dos clásicos ensayos tempranos, El ahorcado
y Disparando a un elefante. (Hay una ironía bastante evidente
en el hecho de que la Birmania poscolonial sea, en el momento
en que escribo estas líneas, uno de los pocos regímenes orwellianos
que aún quedan en el mundo). Posteriormente vivió entre los down-and-outs,
los sin blanca, en Inglaterra y en París. De esta manera conoció
de primera mano la humillante falta de libertad que implica la
pobreza.
Por último, la guerra civil española. Para Orwell, España significó
la experiencia de luchar contra el fascismo y de sentir una bala
atravesándole la garganta. Pero aún más importante fue la revelación
del terror y la duplicidad comunistas que llevaban a cabo los
rusos, ya que él y sus camaradas de las milicias marxistas heterodoxas
del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) eran perseguidos
por las calles de Barcelona por los comunistas, que se suponía
que eran sus aliados. Acerca del agente ruso en Barcelona encargado
de difamar al POUM como traidores trotskistas franquistas, escribe
en Homenaje a Cataluña: "Fue la primera vez que conocí
a un hombre cuya profesión fuera mentir, a menos que contemos
a los periodistas". La mordaz coletilla es propia de su típico
humor negro. Refleja asimismo su indignación por el modo en que
toda la prensa de izquierdas británica estaba falsificando unos
acontecimientos que él había visto con sus propios ojos.
Como afirma en su ensayo de 1946, Por qué escribo, después
de España supo dónde estaba. Aunque ya había usado antes el seudónimo
de George Orwell, en lugar de su propio nombre, Eric Blair, fue
a partir de España cuando se convirtió realmente en Orwell. Cada
línea de lo que escribió tendría a partir de entonces una intención
política. El imperialismo y el fascismo siguieron siendo dos blancos
importantes de su enorme cólera. Pero su principal enemigo sería
la ceguera o deshonestidad intelectual de aquellos que en Occidente
apoyaban o perdonaban al comunismo estalinista y más aún cuando
la Unión Soviética se convirtió durante la guerra en aliado de
Occidente contra Hitler. Y entonces fue cuando se sentó a escribir
una sátira swiftiana sobre la Rusia estalinista, con los comunistas
representados en los cerdos de una granja dirigida por animales.
"Estar dispuesto a criticar a Rusia y Stalin", escribió en agosto
de 1944, "es la prueba de la honestidad intelectual".
La negativa a publicar Rebelión en la granja de
varios editores británicos, porque no querían criticar al heroico
aliado británico en tiempos de guerra, era una muestra de lo que
se le avecinaba. Cuando finalmente se publicó en Reino Unido,
en 1945, y más tarde en Estados Unidos, en 1946, el libro fue
un acontecimiento literario y ayudó a abrir los ojos al Occidente
angloparlante acerca de la verdadera naturaleza del régimen soviético.
Esto se podría denominar el efecto Orwell. (Francia tuvo que esperar
treinta años para su efecto Solzhenitsin). La novela 1984,
con su antiutopía más generalizada, se convirtió en otro texto
determinante de la guerra fría. No es casualidad que el primer
uso de la expresión guerra fría anotado por el Oxford English
Dictionary provenga de un artículo de Orwell.
Resumiendo, estaba más memorable e influyentemente en lo cierto
que nadie, y también antes que nadie, sobre la mayor amenaza política
de la segunda mitad del siglo XX, así como respecto a los dos
grandes horrores de la primera mitad. Pero estos monstruos han
muerto, o dan sus últimos coletazos. Decir "debes leerle porque
tuvo gran importancia en el pasado" no logrará atraer a nuevos
lectores de Orwell, en la misma medida en que mi generación se
sintió ganada de forma irresistible por la colección original
de cuatro volúmenes, publicada por Penguin en 1970, Collected
Essays, Journalism and Letters.
Por fortuna hay una respuesta más convincente a la pregunta
de por qué deberíamos leer a Orwell en el siglo XXI. Y es que
sigue siendo un ejemplar de escritor político. Ambos significados
de "ejemplar" son válidos. Es un modelo de cómo hacerlo bien,
pero también es un ejemplo -deliberado, tímido y autocrítico-
de lo difícil que es.
En Por qué escribo dice que su objetivo, después de España,
fue "hacer de la escritura política un arte". Con Rebelión
en la granja lo consiguió del todo. Como trabajo literario
está mucho mejor elaborado que 1984, obra desfigurada por
el melodrama, las longeurs y la redacción áspera de un
hombre al borde de la muerte. En su "encantadora pequeña historia",
forma artística y contenido político se ensamblan perfectamente,
en parte porque están tan absurdamente emparejados. ¿Qué podía
haber más alejado del estalinismo de Moscú que una granja de la
campiña inglesa?
Orwell se esforzó mucho en mejorar su prosa. Uno de sus
primeros trabajos mereció el amable comentario de la crítica de
que escribía "como una vaca con un mosquete". En Rebelión en
la granja escribe maravillosamente sobre cosas que realmente
conoce. Le apasiona el campo inglés, donde vivió a finales de
los años treinta, al cuidado de una tienda en el pueblo, una cabra
y un cuaderno. Rebelión en la granja rebosa desde sus primeras
páginas de detalles físicos de la vida en el campo observados
amorosamente. Pero entonces, de la boca del cerdo Mayor, surge
de repente una perfecta parodia de un discurso comunista: es el
fruto de las muchas horas que Orwell había pasado estudiando detenidamente
los panfletos políticos que coleccionaba. Sólo él poseía esa peculiar
combinación de habilidades. Sólo Orwell sabía ordeñar una cabra
y estoquear a un revisionista.
Los rasgos y giros de su régimen animal siguen fielmente la
descomposición de la revolución rusa hacia la tiranía. No hay
ambigüedad: el cerdo Napoleón es Stalin, el cerdo Snowball es
Trotski. Según señala Peter Davison, en el último momento, Orwell
cambia incluso un detalle a favor de Napoleón, tras enterarse
por un superviviente polaco de un gulag de que después
de todo Stalin había inspirado a su pueblo permaneciendo en Moscú
durante el avance alemán. La trama de sus primeras novelas era
a menudo pobre. En ésta la historia le proporciona el argumento
perfecto.
Y también está su humor, una parte subestimada del áspero encanto
de Orwell. (Poco después de recibir un disparo en el cuello en
España, su oficial al mando informaba: "Respiración absolutamente
regular. Sentido del humor, intacto"). Cuando los animales habían
tomado la granja "cogieron unos jamones que colgaban en la cocina
y les dieron sepultura". La mañana siguiente a la primera borrachera
de whisky de los cerdos, Orwell hace que el propagandista Squealer
comunique a los demás animales que "el camarada Napoleón se estaba
muriendo". Cualquiera que recuerde su primera resaca sabrá cómo
se sentía. Y, por último, tenemos la frase ingeniosa perfecta,
cómica y profundamente seria a la vez: "Todos los animales son
iguales, pero algunos animales son más iguales que otros".
Al final, Rebelión en la granja va mucho más allá de
su motivo original. Se convierte en una sátira intemporal centrada
en la comitragedia de la política en general, es decir,
siempre y en cualquier lugar, comitragedia de la corrupción
por el poder. Esta habilidad para ir de lo particular a lo universal
también caracteriza sus ensayos, el género en el que también escribió
mejor sobre política. .
Lo que más aborrece, quizá incluso más que la violencia o la
tiranía, es la falta de honestidad. Moviéndose en la frontera
entre literatura y política, como un centinela de la moralidad,
puede reconocer una doble moral a quinientos metros y con mala
luz. ¿Cómo es que un parlamentario tory (del Partido Conservador
británico) reclama libertad para Polonia, mientras guarda silencio
sobre India? El centinela Orwell dispara enseguida.
El moralista George Orwell está fascinado por la búsqueda no
meramente de la verdad, sino de las verdades más complicadas y
difíciles. Ya comienza en uno de sus primeros trabajos, Disparando
a un elefante, donde afirma categóricamente que el Imperio
Británico está muriéndose, y a continuación añade que es "mucho
mejor que los imperios más jóvenes que van a suplantarlo". Examinando
detenidamente la obra de Salvador Dalí, señala que "algo que es
degenerado moralmente puede ser correcto desde el punto de vista
estético". Entonces, típico en él, va más lejos e insiste en que
deberíamos ser capaces de decir "éste es un buen libro o una buena
pintura, y debería ser quemado por el verdugo público". A veces,
parece sentir cierto deleite masoquista al enfrentarse con verdades
desagradables.
No es que sus apreciaciones políticas fueran siempre acertadas.
Ni mucho menos. Eileen, su viva y perspicaz esposa, escribió a
su hermana que su marido conservaba "una extraordinaria simpleza
política". En su obra hay juicios equivocados que sorprenden.
Llama la atención el que, al principio, repita la frase comunista
de que "fascismo y capitalismo son en el fondo la misma cosa".
Se opuso a luchar contra Hitler hasta bien entrado el año 1939,
para acabar cambiando de postura. En El león y el unicornio,
su opúsculo en tiempos de guerra sobre "socialismo y el genio
inglés", propone la nacionalización de "la tierra, las minas,
los ferrocarriles, los bancos y las principales industrias". Por
lo que parece, nunca admitió claramente un vínculo entre propiedad
privada y libertad individual. En este sentido, al menos, fue
un socialista de su tiempo.
Orwell fue un escritor muy inglés, y pensamos en el comedimiento
como una cualidad muy inglesa. Pero su especialidad es la exageración
escandalosa: "Ningún verdadero revolucionario ha sido nunca un
internacionalista", "todos los partidos de izquierdas de los países
más industrializados son en el fondo una farsa", "un humanitario
es siempre un hipócrita". Como observó V. S. Pritchett al reseñar
El león y el unicornio, "es capaz de exagerar con la simplicidad
e inocencia de un salvaje". Pero eso es propio de los escritores
satíricos. Evelyn Waugh, desde el otro extremo del espectro político,
hacía lo mismo. (Los grandes cascarrabias ingleses de la izquierda
y la derecha se tenían un cauteloso pero genuino respeto mutuo).
De modo que este punto débil de sus trabajos no narrativos es
uno de los puntos fuertes de su narrativa.
Tanto su vida como su obra son un buen ejemplo de las
exigencias del compromiso político. En Escritores y Leviatán
describe el dilema político de los escritores: "El ver la necesidad
del compromiso político, y ver a la vez lo sucio y degradante
que es". Después de un corto periodo de tiempo en el que fue miembro
del Partido Laborista Independiente, llega a la conclusión de
que "un escritor sólo puede mantenerse honesto si se aparta de
las etiquetas partidistas". De nuevo la palabra clave: honesto.
Sin embargo, se propone y llega a ser vicepresidente de una organización
no partidista llamada Freedom Defence Committee, en defensa de
la libertad frente al imperialismo y al fascismo, por supuesto,
pero ahora también, sobre todo, contra el comunismo.
En relación con esto, hay que hablar sobre la ya famosa lista
de criptocomunistas y compañeros de viaje, que generalmente se
piensa que entregó al servicio secreto británico. ("Icono socialista
convertido en un delator", anunciaba a bombo y platillo el Daily
Telegraph cuando divulgó la historia en primera plana en 1998).
Lo que ocurrió realmente está resumido al final de este volumen.
Orwell llevaba un cuaderno de color azul pálido en el que anotaba
nombres y detalles de posibles agentes comunistas o simpatizantes.
Habría que decir enseguida que el contenido de este cuaderno es
preocupante, en cuanto a sus juicios afilados: "Casi seguro agente
de algún tipo", "liberal decadente", "sólo pacificador", y especialmente
sus anotaciones de carácter nacional y racial, como "¿judío?"
(Charles Chaplin) o "judío inglés" (Tom Driberg), o bien "polaco",
"yugoslavo", "angloamericano", y así sucesivamente. Hay algo inquietante
-un toque del antiguo policía imperial- en un escritor que puede
almorzar con un amigo como el poeta Stephen Spender, y después,
al llegar a casa, anotar "simpatizante sentimental y no muy de
fiar. Fácilmente influenciable. Tendencia a la homosexualidad".
Sin embargo, es necesario dejar claras dos cosas muy importantes
a modo de explicación. Primera, eran los tiempos de la guerra
fría. Había agentes soviéticos y simpatizantes por doquier, y
eran influyentes. El ejemplo más expresivo es el hombre que Orwell
tenía apuntado como "casi seguro agente de algún tipo". Su nombre
era Peter Smollett. Durante la II Guerra Mundial fue director
de la sección rusa del Ministerio de Información y, siguiendo
su consejo, T. S. Eliot, nada menos, rechazó Rebelión en la
granja para Jonathan Cape. Ahora sabemos que Smollett era,
efectivamente, espía soviético.
Segunda, Orwell no entregó esta libreta al servicio secreto
británico. Dio una lista, sacada de ella, de unos treinta y cinco
nombres, al Information Research Departament, una rama semisecreta
del Foreign Office que se ocupaba especialmente de atraer escritores
de la izquierda democrática para contrarrestar la entonces bien
organizada ofensiva propagandística comunista soviética. De manera
absurda, el Gobierno británico no ha levantado el secreto oficial
de esta lista y de cualquier carta que la acompañara. Así que
aún no sabemos exactamente qué es lo que Orwell hizo. Pero por
los datos de que disponemos está bastante claro que Orwell no
estaba dando pistas a la policía del pensamiento británica para
que siguiera el rastro a estas personas. Todo lo que hacía, en
realidad, era decir: "No utilicen a esta gente para la propaganda
anticomunista porque probablemente son comunistas o simpatizantes
comunistas".
Orwell, ya moribundo, pero todavía en pleno dominio de sus facultades,
lo juzgó como un acto moralmente defendible para un escritor en
un periodo de intensa lucha política, del mismo modo que antes
había juzgado oportuno que un escritor comprometido políticamente
tomara las armas contra Franco. Yo pienso que tenía razón. Ustedes
pueden pensar que estaba equivocado. En cualquier caso, nos sirve
de ejemplo -es así de ejemplar- del dilema del escritor político.
Por último, naturalmente, la lista de Orwell y la vida de Orwell
son mucho menos importantes que su obra. Lo que importa es que
no haya una contradicción flagrante entre la obra y la vida, como
ocurre a menudo con los intelectuales políticos. La voz orwelliana,
que sitúa la honestidad y los valores sencillos por encima de
todo, se vería menoscabada. Pero lo que perdura es la obra.
Si tuviera que mencionar una única cualidad por la que es aún
esencial leer a Orwell en el siglo XXI, sería su percepción del
uso y el abuso del lenguaje. Si tienen tiempo de leer sólo un
ensayo, lean Política y la lengua inglesa. En él se resume
de forma brillante el argumento orwelliano de que la corrupción
del lenguaje es una parte esencial de la política opresora y explotadora.
"La defensa de lo indefendible" se sustenta en una serie de eufemismos,
falsos periodos verbales, frases prefabricadas y toda una parafernalia
de engaño que él apunta con toda precisión y parodia.
La versión extrema, totalitaria, que él satiriza como
newspeak (neolengua), es menos frecuente en la actualidad,
excepto en países como Birmania o Corea del Norte. Pero la obsesión
de los gobiernos elegidos democráticamente, en especial en el
Reino Unido y en Estados Unidos, por la gestión de los medios
de comunicación y la tergiversación, es hoy día uno de los mayores
obstáculos para comprender qué es lo que se está haciendo en nuestro
nombre. Existen también distorsiones que parten de dentro de la
prensa, la radio y la televisión, en parte debido a una tendencia
ideológica oculta, pero cada vez más debido a la feroz competencia
comercial y la necesidad implacable de "entretener".
Lean a Orwell y comprenderán que algo feo debe esconderse
detrás del eufemismo usado por el portavoz de la OTAN durante
la guerra de Kosovo: "Daños colaterales" (significa muertos civiles
inocentes). Lean a Orwell y sospecharán que hay gato encerrado
siempre que un periódico o un político británico una vez más pronuncie
una frase prefabricada del tipo de "la inexorable marcha de Bruselas
hacia un superestado europeo".
Orwell no sólo nos prepara para detectar estos abusos semánticos.
También insinúa cómo los escritores pueden defenderse, ya que
los que abusan del poder están usando, al fin y al cabo, nuestras
armas: las palabras. En Política y la lengua inglesa incluso
da algunas normas de estilo sencillas para lograr una escritura
política honesta y eficaz. (Sabiduría ganada a duras penas, puesto
que tuvo un pasaje pesado hasta llegar a esa claridad). Compara
la buena prosa inglesa con un cristal limpio de una ventana. A
través de esas ventanas, los ciudadanos pueden ver lo que sus
gobernantes están haciendo realmente. En este sentido, los escritores
políticos deberían ser los limpiacristales de la libertad.
Orwell nos dice y nos enseña cómo hacerlo. Por eso todavía le
necesitamos, porque la obra de Orwell nunca estará terminada.
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