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8 mayo
2000 - Nº 1466

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Las aguas del abismo

JON JUARISTI

Lenta pero tenazmente, la necrosis se apodera del cuerpo de Euskadi. Destruye sin tregua (o con treguas trampa, lo mismo da) los órganos, los tejidos, las células, las sinapsias. Odio las metáforas médicas, pero ésta se me impone hoy con fuerza ineludible. A un lado, esa enfermedad mortal que llamaremos fascismo a falta de otro término más preciso; al otro, una sociedad asediada. Jaime Mayor Oreja lo diagnosticaba ayer sin concesiones tranquilizadoras: el nacionalismo vasco, implacable y feroz, "es la única organización social creada en estos veinte años de democracia vasca". Al otro lado no hay estructura alguna; sólo siglas, pero no "organizaciones políticas y sociales..., al margen de las creadas por el nacionalismo". A un lado, el frente abertzale, tiranizado por un dictador -ETA- de múltiples rostros, todos igualmente banales ("menganito, fulanito, Iparraguirre o García Gaztelu"). Al otro, una muchedumbre disgregada, amedrentada, enfurecida e inorgánica. Y, planeando por encima del terror, un Gobierno fantoche enamorado de su propia inexistencia, mero simulacro nacido de la pesadilla paranoica de unos conspiradores de aldea.

Arzalluz lo dijo hace un par de años: ningún partido ha conspirado más que el PNV. Se refería a la época franquista (replicando a los que recordaban, no sin razón, la pasividad de la mencionada formación política ante la dictadura), pero habría podido extender su alegato hasta el presente. En efecto, el PNV nunca ha dejado de conspirar. El Gobierno de Ibarretxe, por ejemplo, es el resultado de una conspiración del PNV, EH y ETA (con el innecesario aditamento del eterno telonero, EA) para destruir la legalidad constitucional en el País Vasco. No se trata sólo de un Gobierno ilegítimo, sino de la pantalla tras la que se mueve el verdadero gobierno provisional de la insurrección frentista abertzale, aquel que decretó la muerte de Fernando Buesa y ha ordenado ahora el asesinato de José Luis López de Lacalle, el Gobierno que envía cartas bomba a periodistas, que lanza a sus escuadristas al asalto de comercios y viviendas: la dirección de ETA, el único gobierno de Euskadi.

Chapoteando en una charca de narcisismo y cobardía, el Partido Nacionalista Vasco se dispone a morir, dulcificando sus estertores con el particular delirio persecutorio de su presidente, convertido ahora en patrimonio colectivo: la "Brunete mediática", el "franquismo con votos", la ofensiva antivasca de la "inmigración". Catarsis tragicómica: arrastrados por el histrionismo de Arzalluz, que mima incansablemente una obra en la que no pudo intervenir -la defensa de la Euskadi republicana contra el fascismo-, los seguidores del PNV lloran y ríen en espasmódicas descargas de corriente alterna. Lloran, entregados al victimismo y a la autocompasión. Ríen aliviados (con la risa sardónica del que se ha librado del sacrificio) cuando la violencia de sus nuevos amos se ceba en carne ajena. El juego de las identificaciones, el mecanismo mimético que subyace en toda representación, se resuelve en una cadena de fascinación narcisista: las honradas masas nacionalistas se conmueven ante el martirio de su lehendakari (en la manifestación del 26 de febrero, en Vitoria, las damas abertzales portaban retratos de Ibarretxe, como si éste, y no Fernando Buesa, fuese la víctima inmolada cuyo duelo convocaba a la ciudadanía). La parodia de Gobierno que preside aquél permanece desde su nacimiento en arrobada contemplación de su Líder Máximo, y éste mira aterrado hacia aquel lugar de la escena donde se desarrolla el holocausto. Cada uno busca que el otro le devuelva la imagen que le salve de su inanidad, de la lacerante sospecha de su inexistencia. Pero el vacío laberinto de espejos, la puesta en abismo de esta teoría de nadas nadeantes que constituye hoy el nacionalismo vasco sólo muestra en su fondo la presencia fugacísima de un tal Arzalluz. No la de Arzalluz Antia, presidente del PNV, sino la de Arzalluz Tapia, uno de los tantos "menganitos" y "fulanitos" que han trepado a la cúspide de ETA, como afirmaba ayer Jaime Mayor Oreja, a base de intransigencia y brutalidad: el "menganito" de esta semana.

Hay algo aterrador en la comedia, en la risa aliviada del espectador que mira al actor resbalar en la piel de plátano ("hoy no me ha tocado a mí"). La transposición de ese sentimiento al lenguaje terrorista son esas inmundas pintadas que los aprendices de asesinos prodigan en paredes o tumbas cuando ETA deja un muerto más en su estela: Fulano, jódete. O bien, Fulano, devuelve la bala. No es sólo cuestión de mal gusto. Estamos ante la cuestión misma del Mal: el Mal como estupidez, como banalidad, como pedagogía del esclavo. En Los últimos días de la humanidad, su irrepresentable drama sobre la Gran Guerra, Karl Kraus introduce un exordio sobre la risa y el terror mediante un desconsolado comentario de una instantánea tomada en las calles de Viena y reproducida en algún periódico: ciudadanos honorables, tronchándose de risa, rodean el cadáver de un supuesto espía al que acaban de linchar (¿quién era?, ¿un checo, un judío, un vienés de cepa católica y alemana que defendía a checos y a judíos?).

Ninguno de los que le conocimos olvidaremos la risa de José Luis López de Lacalle, una risa nacida de la pura alegría del perseguido que se sabe un hombre libre. Marchamos juntos en Vitoria el pasado 26 de febrero. Nos vimos poco después en Bilbao, con ocasión de una comida de amigos, poco antes de las elecciones del 12 de marzo. He llorado de rabia al recordar hoy esa risa que nada tenía que ver con la mueca estúpida del Mal ni con la descarga nerviosa del cobarde. Era la risa de un luchador antifascista, la risa que surge de la percepción irónica de las situaciones difíciles ("vaya, menos mal: por lo menos no llueve"). Llovían piedras y José Luis seguía riendo, con su portentosa modestia y con la impúdica inconsciencia con que repartía elogios públicos a sus compañeros. Las últimas palabras que le oí fueron un improvisado panegírico de Javier Corcuera, uno de los pioneros de la historia crítica del nacionalismo vasco.

José Luis era un buen lector de Unamuno (no un vasco unamuniano), pero nunca hablamos entre nosotros -y ahora sé que deberíamos haberlo hecho- de aquella perfecta parábola del esencialismo y la búsqueda desesperada de identidad que don Miguel tituló Niebla, su nivola de 1914. Como los atribulados nacionalistas de hoy, Augusto Pérez, el don nadie que cree protagonizar la novela, acosa a los demás personajes, pretendiendo que éstos le confirmen su existencia, hasta que recibe del autor la desoladora noticia de su nada, de su insignificancia, de su hueco ontológico. Augusto es solamente un sueño de Unamuno, que se ha cansado ya de soñarle y le condena a desaparecer. López de Lacalle habría apreciado, sin duda, la ironía del paralelo entre el argumento de Niebla y la sádica forma en que ETA ha sancionado la inexistencia del llamado Gobierno de Ibarretxe, al revelar su pacto secreto con el PNV. Narciso de pacotilla, el partido de Arzalluz sigue fijando con obstinación la mirada en la superficie sangrienta de la charca en la que se ha hundido hasta el cuello: las aguas del abismo / donde se enamoraba de sí mismo. Al fondo, Arzalluz Tapia señala a Arzalluz Antia el cuerpo sin vida de José Luis López de Lacalle, oculto por una sábana y con un paraguas al lado, sobre el asfalto de Andoáin, y, riendo como los prefascistas vieneses de Karl Kraus, le devuelve así lo que será, ya para siempre, la imagen que del presidente del PNV conservará la historia.


Jon Juaristi es escritor.

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